Usted está aquí: martes 27 de febrero de 2007 Opinión La memoria de los colonizados

Margo Glantz

La memoria de los colonizados

Ampliar la imagen Margo Glantz, escritora, catedrática universitaria y colaboradora de La Jornada Foto: Jesús Villaseca

Un libro, incluso un libro fragmentario, tiene un centro que lo atrae: centro no fijo que se desplaza por la presión del libro y por las circunstancias de su composición. También centro fijo que se desplaza si es verdadero, que sigue siendo el mismo y se hace cada vez más central, más escondido, más imperioso, escribió Maurice Blanchot.

Este volumen donde se coleccionan textos escritos a lo largo de varios lustros podría corroborar en parte esa afirmación del escritor francés. Muestran con claridad varias obsesiones y formas de lectura: se rencuentran, se desarrollan y se atraen mutuamente, aunque su tejido exterior sea evidente, pues se trata, como su título lo indica, de un conjunto de ensayos (revisados y corregidos) sobre la literatura colonial mexicana, escritos a lo largo de un periodo de varios años; se agrupan en dos secciones principales: en primer lugar, reflexiones sobre las crónicas de la conquista -Hernán Cortés, Bernal Díaz, Las Casas, Fernández de Oviedo, Alvar Núñez-, y, en segundo, ensayos relacionados con la obra de sor Juana Inés de la Cruz y su entorno: algunas monjas novohispanas -sor Inés de los Dolores o sor Inés de la Cruz- y, por significativa para entender a la jerónima y la posición que ocupaban las escritoras de su tiempo, examino la obra de una novelista española de la primera mitad del siglo XVII, María de Zayas; visito igualmente varias figuras destacadas de la Nueva España, entre las que se encuentran el travestido obispo poblano Manuel Fernández de Santa Cruz; el jesuita don Antonio Núñez de Miranda, confesor de sor Juana; el jesuita español y corresponsal de la monja, Diego Calleja, autor de una protohagiobiografía sobre sor Juana, y, finalmente, el gran humanista y polígrafo don Carlos de Sigüenza y Góngora, su amigo y rival.

Imperioso y central es reflexionar en este volumen sobre el acto implícito que entraña la producción de la escritura, el borrón, ejercido al confeccionar el borrador y conformar la memoria de los colonizados, una escritura aún tentativa, vacilante; pretende tachar -borrar- los relatos oficiales y amañanados. Es mi intención también destacar los numerosos intentos por hacer desaparecer la presencia del cuerpo en una sociedad con pretensiones ascéticas que adolecía de un exceso de corporeidad. Ambos problemas tienen como espacio circunstancial la época en que aparecieron, es decir, los primeros siglos de la Colonia en México.

¿Qué valor tiene -¿qué significa, qué denota?- el hecho material que organiza la escritura? ''Meter la mano'' en el papel, como literalmente anota Bernal Díaz explicando el origen de su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, revela un proceso más complicado del que podemos suponer a primera vista. Este soldado decide escribir su crónica con el preciso objetivo de enmendar los borrones y escritos viciosos con los que Francisco López de Gómara, secretario de Cortés, ha redactado su Historia de la conquista de México, soslayando o rebajando los heroicos esfuerzos de los demás conquistadores para glorificar en cambio al que se volvería después de consumada la conquista el marqués del Valle de Oaxaca. Me interesa subrayar, por otra parte, los diversos significados del término borrón, muy utilizado en diversos textos del periodo que me ocupa. Si se toman en cuenta las acepciones que la palabra tiene en el Diccionario de Autoridades, la literal quiere decir ''la gota o mancha de tinta que cae en el papel o la mezcla o unión de varias letras que hace la mucha tinta, confundiéndolas'' y, metafóricamente, ''la acción indigna y fea que mancha y obscurece la reputación y fama''. En Bernal tendría ambas connotaciones, como una forma retórica primero, la de petición de benevolencia, común entonces y mucho más en tiempos de sor Juana, y borrón sería, asimismo, un sinónimo expreso de vicio y de error, de oscuridad y confusión, lo exactamente opuesto a la claridad que emana de una obra cuya función específica es destacar la verdad, efecto que no procede de un ''buen estilo'', ni de una ''gran retórica'', ambas cualidades presentes en el texto de Gómara, pero cuya finalidad es falsear la realidad. Bernal entra con naturalidad en un terreno ético: además del acto concreto de ''sacar en limpio sus memorias y borradores'', devela el sentido de los discursos impuestos y su historia, cuando ''se vea, dará fe y claridad en ello''. En contra de sus deseos, y para recalcar el signo que define a su escritura, su crónica permaneció en borrador durante casi un siglo.

La primera de las Cartas de Relación de Cortés fue redactada en 1519, antes de la derrota de Tenochtitlán, y es por tanto anterior a la crónica de Bernal, y, como ella, intenta esclarecer una verdad; más bien, descubrir mediante la escritura -en este caso muy semejante a la oficial por su cercanía con la escribanía o escritura notarial- un secreto nunca antes revelado, el de las tierras que desea conquistar. No pretende, como Bernal, enmendar una historia redactada con todos los preceptos de la retórica en la cual su figura -y la de sus compañeros- se vea alterada por una intención oficial, implícita en la redacción de la Historia... de Francisco López de Gómara. Para Cortés, su primera misión es penetrar en el secreto de las nuevas tierras que se intentan descubrir y conquistar y entenderlas desde adentro, es decir, ''calar hondo'' en ellas, para luego trazar una verdadera relación. Muchos temas se tratan en las cartas restantes, en ocasiones se nombra a varias ciudades localizadas en el territorio que Cortés conquistaría y luego denominaría la Nueva España, para luego relatar su sistemática y sucesiva destrucción: ni la primera ciudad fundada por Cortés, la Villa Rica de la Veracruz, ni otras ciudades indígenas, sobre todo Tenochtitlán, existían ya plenamente cuando el extremeño terminó de escribir su Quinta Carta; pueden revivirse empero -sobre todo la antigua ciudad prehispánica- gracias a su pluma y gozar de una gran fama, esa tercera vida, que para perpetuarse exige una escritura, o usando una palabra corriente de la época, una contrahechura: quizá Cortés hubiera deseado poseer el talento de los artesanos mexicas cuando contrahacían -imitaban a la perfección- las obras de natura, en su intento por reconstruir la grandeza de la gran ciudad de los mexicas que él mismo contribuyó a aniquilar.

 
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