Usted está aquí: lunes 26 de febrero de 2007 Opinión Máquina de escribir

Hermann Bellinghausen

Máquina de escribir

No puedo decir que la extraño. Era un instrumento de trabajo pero también de tortura. Renuente a la práctica de la mecanografía, cada que pude relegué la transcripción de manuscritos en alguien más. De esa etapa data mi conocimiento de las secretarias, un gremio nunca suficientemente bien ponderado. Cuántas aprendieron a descifrar mis jeroglíficos al paso de los años, y a opinar con notable buen sentido.

Otros tiempos. Como tantos objetos que el siglo XX entronizó como icónicos y canónicos de la modernidad mecánica, la máquina de escribir era hija del siglo XIX. Cuando Eric Satie la incluyó en la orquesta sinfónica que interpretaría su ballet Parade (Desfile, 1917), la máquina de escribir, tac tac, alcanzaba su apogeo. La velocidad estaba de moda. Los artistas se fascinaron con los nuevos medios de producción. Músicos, pintores, coreógrafos, poetas, rendían culto al ferrocarril, al aeroplano, al automóvil, al teletipo, al teléfono de bota, al cinematógrafo. El compositor Arthur Honegger (quien decía: "siempre he amado a las locomotoras de un modo pasional, son seres vivos a los que amo igual que otros aman a las mujeres o los caballos") y el pintor Fernand Léger, los futuristas rusos y los italianos, el modernismo brasileño, nuestros muralistas.

Historia de Jean Cocteau, Parade fue montada en París por Leonid Massin con escenografía de Picasso. El "ballet realista" fue danzado por la Compañía Rusa de Diaguilev. Así de prestigioso fue el debut de la máquina de escribir en las salas de concierto. Cocteau, fascinado como todo el mundo por Charlie Chaplin, tomó gags y ritmos de su cine en la escena La muchacha americana. Alguien escribe en la máquina, empiezan los tiros, aúllan sirenas, policías y ladrones corren, una pantalla proyecta películas, todos bailan el Ragtime del bote, se hunden en el Titanic y amanecen en una hermosa mañana de primavera.

De entonces hasta los años 80 del siglo pasado, las oficinas y salas de redacción vivían el repiqueteo obsesivo y coral de maquinazos perpetrados por escribanos y secretarias, bien reporteros excitados y ambiciosos, o bien rutinarios, presionados, resignados, aburridos.

Los novelistas abrazaron a la escritora de tipos (typewriter) con tal fascinación que los nudillos se les agrietaban y las yemas de sus dedos eran duras, de un campesino pero en manos de señorita. Ya Mark Twain. Vinieron las proezas de Hemingway, Miller y los suyos, las pesadillas de los guionistas Faulkner, Revueltas, Scott Fitzgerald, Juan de la Cabada y los miles de guionistas que murieron, anónimos, en el cumplimiento de su deber.

La máquina de escribir otorgaba a los documentos una dignidad que han perdido. Hechos golpe a golpe, como labrados en la hoja. Los tipos poseían volumen y personalidad. Pronto, las cuartillas comenzaron a ser desechables, borradores. Surgió un proletariado de las cuartillas. Y como todo lo proletario, generó usos para la lucha. Así nace la técnica del mimeógrafo: una máquina de escribir sin cinta "picaba" el esténcil, o sea perforaba un lienzo bajo el principio de la serigrafía, y la página matriz, ahogada en la tinta espesa del mimeógrafo, se multiplicaba por la vía barata.

Nada contra Gutemberg. Sólo que la imprenta nunca fue accesible a los de abajo. El mimeógrafo en cambio permitía rápidamente manifiestos, pasquines, declaratorias, revistillas, anuncios que iban de mano en mano, a veces con la tinta todavía fresca. Corría el siglo de la masificación, de la "reproducción técnica del arte" como expresara Walter Benjamin en memorable ensayo. La máquina de escribir y el mimeógrafo preceden a las fotocopias y el fax (aquel Internet primitivo), y no los sobrevivieron.

La mecanografía era un oficio especializado. El traqueteo que inspiró a Satie formaba su propia línea de producción en la era institucional. Proliferaron academias que expedían títulos de taquimecanografía, indispensables para solicitar muchos empleos.

Cuando olvidé mi última máquina de escribir en algún hotel de Tuxtla Gutiérrez hacia 1994, ya era una pieza de museo. Hoy todas lo son. Una Remington portátil, en caja de madera y con palanquita para erizar los tipos. En el teclado de aros de aluminio, las letras negras nacían de un fondo blanco, como de peltre. Existían miles de modelos más modernos. Pero aquella heredera del instrumento que en 1873 el viejo armero Eliphalet Remington perfeccionó en Ilion, Nueva York, tenía lo suyo. El mismo había inventado muchos rifles desde 1816. Y todavía le faltaba la rasuradora eléctrica.

Una mañana dejé hotel y ciudad sin ella. No aceptaba aún mi destino de laptops y cybercafés. En esa época, para escribir uno necesitaba desarmadores de relojero, cintas de trapo entintado de repuesto, montones de cuartillas vírgenes y el venerable papel carbón, primer e imperfecto reproductor de "originales".

Al escribir, uno se manchaba los dedos. ¡Ah, qué tiempos!

 
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