Usted está aquí: domingo 18 de febrero de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Los eternos peregrinos

1. Sacerdotisas: Mientras avanzan por la calzada De los Misterios, cuatro mujeres vestidas de blanco mantienen desplegado el estandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe bordada sobre un lienzo de seda. El numeroso contingente que va tras ellas resume los matices pardos de la miseria y registra todas las edades: sumadas se convierten en siglos.

Los peregrinos caminan con lentitud. Van arrastrando los pies, las cobijas, el cansancio provocado por su larga caminata anual. Al oír la indicación de su delegado, las cuatro mujeres se detienen y empiezan a cantar en otomí.

El vigor y la fe imponen un acento metálico a sus voces. Son una de sus herencias ancestrales. La otra es la alabanza que entonan para agradecerle a la Virgen que les haya prestado un año más de vida, el valor frente a las adversidades, la fuerza para recorrer la distancia y remontar el tiempo que hay entre su pueblo lejano y la Basílica de Guadalupe.

Las cuatro mujeres vestidas de blanco repiten la alabanza impresa en el único libro donde pueden leer: la memoria. Sus abuelos y sus padres la depositaron allí junto con todos los secretos de la tierra y las ceremonias de la muerte.

El día en que muera la última de esas cuatro mujeres no quedará en su comunidad quien llegue a los pies de la Virgen para entonar la antigua alabanza en otomí: el regalo más preciado que pueden obsequiarle a su única protectora.

Termina el cántico. La mañana pierde algo de su belleza y calidad. Las cuatro mujeres remprenden la caminata al amparo de su estandarte. Ajeno al tumulto que lo rodea, el contingente vuelve a ponerse en marcha. Ansía llegar al santuario para ver de cerca la Virgen de Guadalupe y hablarle en nombre de la tierra, del agua, de los ausentes, de los que viven más allá de la frontera y tal vez nunca regresen. También abogarán por los que han cometido el pecado de olvidar su lengua otomí.

2. Milagros: Los altoparlantes difunden la voz del sacerdote por el inmenso atrio de la basílica. Atento al mensaje de amor, esperanza y fe, un hombre apoyado en muletas se abre paso entre la multitud. Se protege con un sombrero que apenas lo resguarda del sol, viste camisa luida, chamarra muy amplia para sus proporciones y un pantalón prendido con seguros y alfileres allí donde le falta la pierna izquierda.

A menudo el hombre se detiene e inclina la cabeza para cerciorarse de que el manojo de flores blancas que asoma por el bolsillo de su chamarra aún no se ha marchitado. Antes de que eso ocurra, el peregrino desea obsequiárselo a la Virgen de Guadalupe.

En las tierras áridas de donde él procede, el brote de esas flores en pleno invierno fue un milagro tan grande como el que ella le hizo: salvarlo de morir cuando cayó del tren en que pensaba viajar a Estados Unidos. El accidente le costó la amputación de una pierna, pero el resto de su cuerpo sigue tan vivo como sus ilusiones.

Para el hombre de las muletas la mayor prueba de que la Virgen lo tiene como hijo predilecto es que ella obró en su favor un portento; a pesar de los dolores y el abandono que se añadieron a la amputación, él no ha perdido la esperanza de abordar el tren que lo lleve al otro lado.

El hombre quiere corresponder a ese milagro con otro: el manojo de flores silvestres que brotó entre los peñascos en pleno invierno.

3. Espejismo: Doblado por las reumas, el peso de los años y la carga que lleva sobre su espalda, el anciano sonríe y musita oraciones para agradecerle a la Virgen que le haya permitido llegar hasta el atrio. Para él representa una enorme extensión mucho más generosa y menos árida que los surcos de su ejido. Allá la tierra se niega a darle frutos. En cambio, aquí, la piedra le regala una buena cosecha de envases de plástico que venderá esa misma tarde.

Con lo que obtenga por la venta comprará tortillas y una botellita de tequila. En su camastro se hará las ilusiones de que es rico y al fin dormirá tranquilo sin el temor que lo desvela cada noche: no despertar mañana.

4. Madre: Bajo un toldo improvisado con trapos y hojas de periódico, la mujer suspende sus oraciones para asegurarse de que las filas de peregrinos no atropellen a los siete Niños Dios puestos sobre una cobija nueva.

Cada uno fue ocupando el lugar de sus hijos conforme los niños morían víctimas de la enfermedad: una palabra que resume infinitos males y miserias, y en la que, según la mujer, se manifiesta la voluntad de Dios.

A pesar del deterioro causado por una vida de trabajo y privaciones incesantes, la mujer sigue haciendo su peregrinaje acompañada por sus Niños Dios. Llegar a la basílica le resulta menos difícil que acordarse de los nombres de sus hijos. Hace muchos años una doctora que visitó su pueblo se los escribió en un papel. Ella nunca lo consulta porque no sabe leer, pero lo lleva entre sus ropas junto a su corazón.

Cada febrero, la mujer peregrina a la basílica para suplicarle a la Virgen de Guadalupe que proteja el eterno descanso de sus muertos y le devuelva el trozo de memoria donde están escondidos los nombres de sus hijos. Quiere pronunciarlos antes de morir, para que cada uno de ellos acuda a recibirla cuando llegue al final de su último camino. Si no logra ese favor, se verá tan perdida como se siente ahora entre los miles de peregrinos que llegaron a la basílica con la fuerza de los ríos que desembocan en el mar.

5. La búsqueda: La muchacha que avanza de rodillas mantiene en alto una cartulina con la frase: "Busco a mi mamá, la señora Fidencia Gómez". Conmovidos, algunos peregrinos se acercan a sugerirle que vaya al módulo de personas extraviadas o solicite el auxilio de un policía; otros, dispuestos a ayudarla, le piden una descripción, una foto. La muchacha no parece oírlos. Avanza de rodillas, con la cartulina en alto, tal como lo ha hecho cada febrero hace 27 años. Desde entonces sigue esperando el milagro que sólo la Virgen puede hacerle: encontrar a la madre que la abandonó en ese mismo atrio.

6. Llantos silenciosos: Un niño empuja la silla de ruedas en que viaja su padre enfermo. Los vendedores de reliquias les salen al paso para ofrecerles imágenes, rosarios y golosinas, pero ellos se mantienen indiferentes a esas voces, con la mirada fija en el santuario, que a cada paso les parece más lejano.

Físicamente los dos son idénticos: tienen el rostro enjuto, la piel manchada de pecas, el cabello abundante y negro, los hombros huesudos, el pecho hundido bajo las prendas ralas. Expelen el mismo olor agrio y salado, y hasta parece agobiarlos el mismo abandono.

Los iguala también el llanto silencioso: el padre llora por temor a lo que el futuro pueda tenerle reservado a su hijo; el niño gime porque ya lo sabe.

 
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