Usted está aquí: domingo 18 de febrero de 2007 Opinión Una leyenda perdida y la promesa rota

Rolando Cordera Campos

Una leyenda perdida y la promesa rota

La añeja fantasía de separar tajantemente a la política de la economía y al poder del comercio, convertida en mito recurrente por alguna subespecie del pensamiento liberal, fue de nuevo echada por la borda en México el año pasado. Esto ocurrió no por la intempestiva irrupción del populismo convertido ahora en monstruo de la mendacidad por la inopia imaginativa de la coalición gobernante, sino por obra y gracia de esa coalición y de quien por lo visto la encabezaba e insiste en seguir haciéndolo: el presidente Fox y su séquito, hoy enquistado en posiciones de gobierno y del Congreso y, sin duda, harto preocupado por lo que desde el nuevo poder pueda maquinarse en su contra en la búsqueda de una legitimidad política que la "gloriosa victoria" de julio-septiembre no le dio.

Desde siempre, pero con toda evidencia desde 1974, cuando el presidente Luis Echeverría buscaba caminos de recuperación de lo que se había perdido fatalmente en Tlatelolco seis años antes, los empresarios mexicanos y sus guías ideológicos americanos han postulado la necesidad de que el Estado entienda como únicas sus clásicas tareas de ley y orden, dejando los demás espacios de la vida social, en especial el económico, a la iniciativa individual. Sin asumir su propia historia, íntimamente vinculada a la del Estado mexicano moderno, los empresarios no dejaron de insistir en una revisión a fondo de la economía mixta que los había hecho ricos y pudientes, hasta que la explosión de 1982, en que se mezclaron los hoyos financieros con el deterioro del presidencialismo político y económico, pareció justificar sin necesidad de mayor argumentación su reclamo de Estado mínimo, democracia representativa bien controlada y apertura máxima y pronta al exterior. Empezó así otra leyenda azteca de la ciudad perdida.

La combinatoria ofrecida por los mandamases del poder económico junto con los acomodados y satisfechos "jóvenes turcos" de la tecnocracia que entró al relevo del presidencialismo que al final se demostró poco ilustrado y despojado del lustre popular que le quedaba, no rindió los frutos ofrecidos, y la gran promesa del neoliberalismo se quedó en promesa rota. Sin placebo a la mano.

Sociedad abierta a pesar de todo, la mexicana se las ha arreglado para dar cabida, espacio y a veces hasta voz, a sus franjas más desprotegidas o dañadas por un cambio dramático que, sin embargo, no trajo consigo prosperidad ni ampliación de oportunidades, sino crecimiento económico mediocre y concentración de riqueza e ingreso, aparte de un extravío progresivo de las elites políticas, económicas y, en buena medida, intelectuales.

La voz de los de abajo reclamó de los de arriba un mínimo de lealtad, pero lo que recibieron como opción fue la huida o la resignación ante lo que empezó a presentarse como un orden natural, cuando no divino. Ni la emigración ni la sumisión funcionaron esta vez como válvulas de escape, y de aquí vino el susto y las reacciones inauditas del presidente Fox y su cohorte de extraños aliados de las cúpulas del sector privado.

Ahora sabemos que todo estaba encadenado y con plan de contingencia. Si falla el desafuero, entra la campaña sucia y si falla ésta entran los escuadrones de vuelo raso de la maestra y sus alfiles en las gubernaturas, que con toda eficacia volaron por debajo del radar ciudadano y del de la coalición Por el Bien de Todos. Y, al final, la declaración televisada, sin fundamento legal ni demoscópico: Calderón ganó y el que no lo crea es un timorato, un traidor, un mentiroso, ¡un peligro para México!

La leyenda se ha vuelto urbana, pero la gran promesa se ha convertido en remedo de cruzada contra los infieles. Nada de esto funciona porque no convence, a pesar del denodado empeño de mediócratas y exegetas, muchos de ellos ya en retirada. La limpieza electoral se incorporó a la leyenda que, sin embargo, se torna negra con los días, no por culpa del IFE pero sí de sus oficiantes principales. Así, con las horas se pierde la lealtad popular a un sistema de supervivencia ruinoso que las reformas no rehabilitaron.

Frente a una realidad indispuesta a tragarse una leyenda sustentada en una promesa rota, viene el delirio y ahora resulta que todo se debe a la incontrolable patología mentirosa del Peje, quien no sólo ejerció el derecho elemental a llevar la contienda electoral hasta sus últimas consecuencias jurídicas, y reclamó un recuento con toda justicia, sino que encauzó, como pudo, un malestar popular que no rompió un plato ni un vidrio ni se planteó jamás tomar por asalto palacio alguno.

Si no tomó San Lázaro y contuvo a sus huestes a unos metros de Antropología, algo debía esconder el populista que nos engañó a todos... con la verdad.

En medio del ruido y la furia propiciados por los dueños de la razón de Estado, vuelta baratija por el abuso que de ella se ha hecho, el que posee los micrófonos y las ondas hertzianas, junto con el que tiene acceso privilegiado a ellos, puede imaginar que con eso la salva. Y gana.

Pero dadas las circunstancias y las evidencias con que contamos, tendrá que admitir tarde o temprano que el costo de la frustración puede ser demasiado alto, para todos.

 
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