Usted está aquí: martes 13 de febrero de 2007 Mundo Bombas iraníes

Pedro Miguel

Bombas iraníes

Esas cosas ahusadas de acero negro obligan a recordar al Maine y a los incidentes del Golfo de Tonkín, por no hablar de las "armas de destrucción masiva" que Saddam Hussein no llegó a emplear contra las tropas invasoras estadunidenses por la simple razón de que no las tenía. Urge buscar un culpable de la derrota en Irak que no sea el verdadero, es decir, George W. Bush, y cuál mejor que el gobierno del vecino Irán, con el que además Washington tiene cuentas pendientes de orgullo imperial escarnecido.

A la resistencia nacional iraquí las armas han de llegarle de muchos lados: de remanentes de lo que fue el ejército de la dictadura, desde luego, pero también de proveedores externos como los que siempre abundan en las guerras, a la manera de los zopilotes sobre un cadáver. En cualquier conflicto violento, los fabricantes y comerciantes de armas europeos, chinos, rusos y estadunidenses suelen ser los principales abastecedores de munición y bombas. Si los artefactos exhibidos por el Pentágono son efectivamente de gran tecnología, como se alega, y capaces de neutralizar y destruir los modernos vehículos blindados estadunidenses, no habría que descartar que los productores fueran sus compatriotas.

Es posible también que parte del material empleado por los insurgentes, o por algunas de sus facciones, provenga de Irán. Con alguna frecuencia, la ensangrentada línea que divide a ambos países ha dejado pasar a grupos opositores en ambas direcciones, a veces con todo y armamento. Tal vez algunos funcionarios de Teherán estén haciéndose de la vista gorda y del bolsillo abultado con la venta de munición de guerra a alguna de las facciones iraquíes que combaten al invasor. Incluso podría ser cierto que uno o varios dirigentes de la República Islámica presten ayuda, y no por motivos pecuniarios sino ideológicos o geopolíticos, a los combatientes de la nación de al lado.

Pero si hubiera algo de verdad en todo esto, no podría inferirse de ello una responsabilidad principal del gobierno de Irán en el pésimo destino de los ejércitos estadunidenses en el país ocupado, y menos en la muerte de 170 efectivos ocupantes. Si se aplica esa lógica en América Latina, hay que culpar a la Casa Blanca por los homicidios que perpetra el narcotráfico, pertrechado, como todo el mundo lo sabe, con armas de fabricación estadunidense.

Ya al principio de la invasión se había atribuido la fuerza de la resistencia nacional iraquí a la intervención de sirios y jordanos ("elementos extranjeros en Irak", dijeron sin ningún rubor los generales ocupantes), pero la acusación resultó tan disparatada que fue pronto abandonada por el Pentágono. Ahora les toca el turno a los iraníes de servir de justificación a la tasa de víctimas mortales estadunidenses, como si no para explicarla no bastara la ocupación misma, una aventura que ha perdido todos sus pretextos y a la que se le han derrumbado las coartadas morales.

Es posible que lo que queda del gobierno de Bush intente ahora, en un ensayo de huida hacia delante, una nueva agresión militar, esta vez contra Irán, sin más elementos que esas cosas ahusadas de hierro negro fabricadas, supuestamente, en ese país. Sería una estupidez tan grave como la emprendida en marzo de 2003 contra Irak. Está por verse si hay todavía un sector de la sociedad de Estados Unidos que sea capaz de tragarse la patraña. Lo cierto es que hace cuatro años, cuando Bush llevó a su país a la desastrosa guerra en curso, la opinión pública de su país reaccionó con la candidez propia de un embrión de seis semanas.

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