Usted está aquí: martes 13 de febrero de 2007 Opinión Acapulco: los dos operativos

Editorial

Acapulco: los dos operativos

Conforme el poder público daba muestras de descontrol con su operativo de tropas y cuerpos policiales en Guerrero ­cuyo propósito oficial es restablecer el estado de derecho en esa entidad, pero cuya finalidad real pareciera ser la de aparentar que el gobierno federal aún conserva cierto margen de superioridad sobre la delincuencia organizada­, en medios informativos arrancó un operativo paralelo, orientado a presentar al alcalde de Acapulco, Félix Salgado Macedonio, como un servidor público coludido con el narcotráfico. A una semana exacta de la difusión de acusaciones insostenibles en este sentido, el secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, fue llevado a declarar bajo la presión del entrevistador y, con respecto a Salgado Macedonio, dijo lo siguiente: "parte de lo que se está investigando es identificar si hay algún vínculo con una referencia o un dato específico que vincule la actividad criminal de los delincuentes con el funcionario público (...) Estamos buscando todo lo que hay de referencia, incluso la parte estructural de la Policía Municipal para poder implicar si hubiese alguna referencia específica contra él". De inmediato, la imputación de un primer opinador, erigido en fiscal, profeta y justificador de homicidios, fue convertida por un locutor en cosa cierta, y el resto de la masa mediática se encargó de fabricar, con base en las palabras de García Luna, una imagen precisa: "La SSP investiga a Salgado por vínculos con el narcotráfico".

No es fácil determinar si el gobierno federal se sirvió de algunos medios informativos para desencadenar, mediante filtraciones, una campaña de desprestigio público y de acoso judicial ­o de algo peor­ contra el munícipe del puerto guerrerense, o bien si el poder de los medios, que a veces es más fuerte que el de las autoridades políticas, usó a los funcionarios para atacar con el escándalo a un servidor público democráticamente electo, y no sería, en todo caso, la primera vez. Una tercera posibilidad es que uno y otro protagonistas hayan encontrado útil para sus respectivos intereses ­políticos y corporativos­ la destrucción de la presidencia municipal de Acapulco. Por lo pronto, el operativo mediático ha resultado mucho más exitoso que el policial: se ha acuñado ya la imagen de Salgado como socio de narcos y se le ha construido una disyuntiva clara: la cárcel o la ejecución a manos de sicarios, por más que el único dato en este sentido provenga de una supuesta filtración ejemplarmente cínica y de un monumento a la irresponsabilidad periodística. Si la versión es cierta, su publicación no haría otra cosa que dar cobertura y hasta cierta legitimidad a una conspiración homicida y encubrir, al mismo tiempo, la falta de escrúpulos de funcionarios públicos anónimos que estarían cruzados de brazos esperando el próximo asesinato.

El episodio permite asomarse a algo de lo más sórdido en las relaciones entre el poder público y ámbitos periodísticos que han dado la espalda a las consideraciones éticas más elementales de la tarea de informar y que, en cambio, hacen oficio y carrera con la difamación dirigida desde oficinas gubernamentales.

Resulta significativo que esta manipulación vergonzosa tenga lugar en momentos en que se hace evidente el fracaso de los operativos contra la delincuencia organizada, a juzgar por la persistencia de los ajustes de cuentas entre bandas rivales del narcotráfico, los señalamientos sobre falta de coordinación entre las corporaciones federales y las autoridades locales y la reprobación de las grandes movilizaciones policiaco-militares por parte del titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, José Luis Soberanes, quien, haciéndose eco de percepciones extendidas, las describió como "meramente efectistas". Diríase que los responsables federales de seguridad pública y procuración de justicia necesitan desesperadamente de resultados, más allá de la captura de minoristas de drogas, y que obliga a preguntarse cuán fuerte puede ser la tentación de fabricar hallazgos espectaculares que justifiquen a posteriori la espectacularidad de los despliegues.

Sea como fuere, estas consideraciones tienen como telón de fondo la debilidad de un poder público que en vez de hacer política exhibe la fuerza del Estado, y que en lugar de informar con transparencia construye, con el auxilio de un periodismo inescrupuloso, perversos juegos de espejos con sus propios trascendidos.

 
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