Usted está aquí: domingo 7 de enero de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

La reliquia de enero

Jesús estaba más presente que nunca. Luisa, en cambio, parecía haberse borrado del mundo. Con frecuencia la asaltaba la duda de ser ella la muerta y no su hermano menor. Para cerciorarse de que no era así, tomaba lo que estuviera a su alcance ­un alfiler, un lápiz, una cuchara­ y hacía marcas en su brazo izquierdo. El dolor, y a veces una mínima gota de sangre, eran evidencias de que seguía con vida. ¿Para qué?

Para presenciar escenas terribles, como la que había visto aquella mañana de enero, 40 años atrás. Su padre abandonó la casa sin despedirse, caminando despacio, como si no quisiera despertarlas a ella, ni a su madre, ni a nadie más. Sin hacer ruido Luisa lo siguió y le preguntó en voz muy baja: "¿Adónde vas?" Fabián no contestó. Por la forma en que lo vio detenerse frente a la mesa antes de salir, Luisa comprendió que su padre estaba recordando a Jesús tendido sobre el mantel, con el lazo al cuello y la cabeza vuelta hacia la derecha.

El golpe de la puerta al cerrarse le recordó a Luisa la advertencia que su madre le había hecho a Jesús semanas antes, la mañana del 6 de enero: "Si quieres andar en tu bicicleta no lo hagas aquí, porque vas a rayarme el linóleo. Mejor vete a dar vueltas a la manzana. Y una cosa: nada de atravesarte a la avenida, porque me la pagas".

Aquel día Jesús se encogió de hombros y salió con la bicicleta a cuestas, sin prometerle a su madre que iba a aceptar la restricción. Como siempre, Luisa anheló los privilegios y las libertades de que disfrutaba su hermano menor. "¿Por qué a mí los Santos Reyes nada más me trajeron una muñeca y no una bicicleta como a Jesús?" La respuesta de su madre fue contundente: "Porque no eres hombre, por eso. Y ándale, ayúdame a levantar el cochinero".

Adela se refería a las cajas y los papeles de colores con que ella y Fabián habían conseguido que en la tienda de saldos les envolvieran, sin cargo adicional, los primeros regalos que les daban a sus hijos con motivo de los Santos Reyes. Los empaques inundaban la azotehuela y Luisa escuchó el lamento de su madre: "Ojalá a los de la basura no se les ocurra hacer sanlunes, porque si no esto seguirá hecho un asco quién sabe hasta cuándo".

En aquel momento no imaginó que, pasadas dos semanas, un trocito de papel para regalo, olvidado entre las macetas, se iba a convertir para su madre en una reliquia: según Adela, allí habían quedado impresas las huellas de su hijo Jesús.

II

La noche de aquel 6 de enero su padre regresó con aliento alcohólico y más tarde que de costumbre. Asentó la caja de herramientas sobre la mesa y le preguntó a su hijo si se había divertido con la bicicleta. Luisa decidió tomar venganza por las constantes negativas de su hermano para prestársela:

"Mamá, Jesús se atravesó la avenida. Yo lo vi". Se sintió frustrada al oír que, lejos de un regaño, su madre le dirigía al niño el refrendo de su amor: "Hijo, te advertí que no lo hicieras; comprende que es muy peligroso. ¿Te imaginas cómo nos sentiríamos si, Dios no lo quiera, llegara a sucederte algo?"

Al niño no le interesó responder. El silencio se quedó flotando en la sala-comedor donde aún brillaban restos de los adornos navideños. Luisa esperó a que su padre le preguntara si al fin había decidido qué nombre iba a ponerle a su muñeca. Como no lo hizo, ella tomó la iniciativa: "Ya la bauticé: se llama Solita". Jesús aprovechó el momento para devolverle el golpe: "Le quedaría mejor Chismosa, como tú".

Sus padres celebraron la ocurrencia de Jesús y ella se echó a llorar: "Hija: no seas tan sentidona. Ya estás grandecita para andar con esas tonterías. Alégrate y ayúdame a poner la mesa". Luisa protestó: "¿Por qué a mi hermano nunca le ordenas que haga algo?" Escuchó la respuesta de siempre: "Porque él es hombre". De mala gana Luisa distribuyó los platos sobre la tela de plástico que cubría el mantel con nochebuenas bordadas en punto de cruz. Su madre acostumbraba usarlo desde mediados de diciembre hasta el 2 de febrero.

III

Aquel año fue distinto: el mantel sirvió para envolver el cuerpo de Jesús mucho antes del Día de la Candelaria. Cumplido el triste oficio, Adela guardó el mantel en una caja y lo ató con un lazo para impedir que escapara la frialdad que el cuerpo de Jesús había dejado en él.

Luisa no se dio cuenta en qué momento dejaron de oírse los pasos de su padre en la escalera. Ese silencio agravó su cansancio. No tuvo fuerzas para levantarse, recorrer la mínima distancia que la separaba de su madre y decirle: "Mi papá se fue".

Otras veces que sucedió lo mismo Adela, junto con sus hijos, había emprendido la búsqueda por los talleres cercanos, los mercados y al final por las cantinas donde Fabián acostumbraba beber y dolerse de su mala suerte: "Para los soldadores hay menos trabajo cada día. La gente prefiere comprarse peroles o cubetas nuevas en vez de mandarlas soldar".

Un viernes dieron las nueve de la noche y Fabián no llegó a la casa. Harta, resentida, Adela se disponía a emprender una nueva búsqueda cuando su marido abrió la puerta. Luisa y Jesús corrieron a su encuentro, pero él los rechazó y sin decir palabra se dirigió al único cuarto. Adela fue tras él. Hablaron durante algunos minutos que a los niños les resultaron eternos.

Cuando Adela reapareció, sus hijos se dieron cuenta de que había llorado. "¿Qué pasa, mamá?" "Nada, Luisa, nada. Pon la mesa y tú, Jesús, dile a tu padre que venga a cenar". Comieron en silencio y sin apetito hasta que Fabián habló: "Hijo, necesito que me entregues tu bicicleta". Luisa jamás ha podido olvidar la expresión juguetona con que su hermano preguntó: "¿Vas a subirte en ella? Es muy chica para ti".

Adela se llevó la mano a la frente para ocultar sus lágrimas. Luisa se acercó a ella: "Mamá, por favor, dinos qué pasa". "Tenemos que vender la bicicleta de tu hermano". "¿Por qué? ¿Yo qué hice de malo? A Luisa le consta que no he vuelta a atravesarme la avenida. ¡Díselo, díselo!"

Los gritos destemplados de Jesús acabaron de irritar a Fabián. Se levantó y con el cuerpo echado hacia adelante golpeó a su hijo en la cara. El niño gimió. Su padre rodeó la mesa y ante las protestas de Adela y los gritos de Luisa siguió abofeteándolo hasta que Jesús, aterrorizado, guardó silencio.

El niño conservó el mutismo aun después de que su padre le pidió perdón, le explicó por qué necesitaba vender la bicicleta ­falta de trabajo, deudas contraídas, amenazas ante la falta de pago­ y lo tomó entre sus brazos mientras le invitaba un futuro esplendoroso: "Me late que este año se nos pasa la mala racha. Entonces te compraré una bicicleta más bonita y más grande".

Luisa reconoce que el tono de su padre sonaba falso y desesperado, pero la expresión de su madre la hizo comprender que debía seguir el juego: "¿A mí también me comprarás una bici?" Fabián mostró un optimismo desmedido, fanfarroneó y siguió inventando el futuro en voz demasiado alta, como si quisiera aturdirse con el sonido de las palabras.

A la mañana siguiente Fabián se fue más temprano que de costumbre para que su hijo no lo viera salir con la bicicleta. Adela pretendió actuar como si nada hubiese ocurrido y dijo que tenía que ir a ver a su hermana Margarita: "Voy a pedirle algún dinero prestado. Acompáñenme, porque si voy sola se pondrá a sermonearme".

Jesús le contestó que prefería quedarse a dormir un ratito. Eso fue lo que dijo. Luisa lo recordará por el resto de su vida, aunque se empeñe en olvidar eso, y también la forma en que encontraron a su hermano pendiendo del techo con un lazo al cuello.

¿Cuánto gritó su madre? ¿Cuánto gimió ella como protesta ante la visión escalofriante? ¿Cuánto se maldijo su padre mientras se esforzaba en descolgar a Jesús y acostarlo sobre la mesa aún cubierta con el mantel de nochebuenas? ¿Cuántas oraciones pronunciaron los vecinos? ¿Cuántas veladoras iluminaron el cuarto, que parecía incendiarse?

Pasados 40 años Luisa aún se obstina en desvanecer esas dudas, aunque sepa que es inútil. Ha acabado por pensar que no obtener respuesta es, como la soledad, parte de su destino. Su madre nunca le contestó cuando le preguntaba si la quería más que a su hijo muerto; su padre tampoco lo hizo aquella mañana en que lo vio partir y le dijo: "¿Adónde vas?" Hay otra incógnita que también la obsesiona: ¿realmente estarán impresas las huellas de su hermano Jesús en el trozo de papel que su madre le heredó como si fuera una reliquia?

 
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