Usted está aquí: sábado 6 de enero de 2007 Opinión Deseos y propósitos

Vilma Fuentes

Deseos y propósitos

Ante los propósitos de año nuevo impuestos por la propaganda de la televisión y otros medios, más que por el propio y verdadero deseo, no queda más remedio que tratar de hallar un algo alado, a la vez aéreo y terrenal que se levanta de las llamas de la imaginación, silenciosa, misteriosa, amorosamente anhelado. Ajeno a la publicidad y a la política correcta, enemigos de esa esencia del deseo que no puede emanar sino de la libertad y los sueños.

¡Qué miseria de propósitos, promesas, dizque deseos, puede causar la publicidad de objetos y formas de vida... cada día más conformemente uniformes! Promesas y propósitos de la mayoría de la población francesa de las que escurre la miel pegajosa de moralejas, deberes, culpas: dejaré de fumar (obtiene un alto porcentaje: nada sorprendente si se tiene en cuenta el diario lavado de cerebro en contra del chivo expiatorio en que han convertido al cigarro), ya no beberé (impuesto por el miedo a la imagen televisiva del alcohólico), no comeré y bajaré 10 kilos (nada mejor que la visión de una modelo anoréxica), correré tres kilómetros diarios (para sentirme sano aunque me cueste un infarto), no gastaré y ahorraré (los unos cuantos euros, o pesos, que enriquecen a modernos usureros cuando miles y miles de personas depositan su dinero en el banco por una tasa de interés que no es exactamente la misma que cuando el banquero "presta"). Propósitos negativos, a fin de cuentas propósitos, aunque obedientes a la política correcta dictada por la época, suplantados por los "deseos" que a martillazos imponen los anuncios: me compraré un nuevo auto, me pintaré de rubia, me compraré el aparato para adelgazar, me compraré, me compraré, me compraré... ¿Por qué no: ganaré la lotería?

¿Por qué no soñar, entonces?

Por ejemplo: aprenderé a mirar los nenúfares con los ojos de Monet y a ver con los de Picasso las señoritas de un burdel en Avignon. Quisiera, querría, quiero. Escuchar el canto de las burbujas de una cascada y la voz de la noche coronada con el oído de Mozart. Descubrir princesas en putillas y gigantes en molinos de viento. Sentir en el cráneo la gota de agua que cae de la llave en la noche como Gorostiza. Ver con los ojos sordos y mudos, sin miedo, de Juan Rulfo a los vivos y a los muertos. Mirarme como Marcel Proust se miró al terminar Jean Santeuil y decidir no publicarlo. Mirar, como él, con un telescopio, el tiempo. No olvidar un instante el milagro de estar aquí, de ser. Ni tampoco que no es el tiempo el que pasa, sino yo. Adentrarme en el tiempo completo, absoluto, del sueño donde todo es presente. Reír todos los días, despertarme riendo por algo tan cómico en los sueños que no puede contarse.

Suena el teléfono. Interrumpo esta cascada de deseos. Hablo con mi cuñado, Pierre, durante cinco minutos. Me sorprende que me desee de nuevo feliz año. Le paso a Jacques, quien habla con él, le cuenta cosas, digamos, íntimas, pero hay algo en la voz de Pierre que no le suena. Termina por preguntarle su nombre. No es Pierre. Es un amigo con quien conviví nueve años. Carcajadas. Me sabía mala fisonomista, pero capaz de distinguir las voces. En efecto, confundo a Mitterrand con Miterrand, ("¡como se parece a M!", le digo a Jacques. "Es él", me responde), pero no distingo bien a bien quién diablos me habla con tanta confianza en una recepción cualquiera. Abracé a un desconocido, cuando estaba divorciándome y esperaba una reconciliación, creyendo que era mi todavía marido. Luego, la gente se enoja conmigo porque no la saludo. ¿Por qué no me saludan, ellos, que me reconocen? Fenómeno extraño que nos ocupó tardes enteras a Salvador Elizondo y a mí. Tardes y noches a veces acompañadas por Juan Rulfo, quien daba sus ideas al respecto: porque se saben no reconocidas, a la mejor.

En fin, vuelvo a esta crónica sin cesar de reír. Reír sin desear nada más. No pensar que reír es conservar la salud, curarse, alargar la vida. No. Reír hasta morirse de risa. Así de sencillo.

Sino hubiesen tenido el mal gusto de morirse, podría preguntar, a Salvador y a Juan, por qué se muere de risa y no de llanto. La cuestión nos habría hecho pasar tardes, noches y mañanas, para no hablar de madrugadas. Cierto, nadie puede morir de llorar. El delirio de las profundidades (bien lo saben los buzos) es mortal: la risa.

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