Usted está aquí: domingo 31 de diciembre de 2006 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

La conspiración del rey

Desde la primera vez que Chavita y yo nos encontramos de casualidad sentados en esta banca nunca dejábamos de reunirnos aquí la última semana del año. Sea cual fuere el tema de conversación, no sé cómo se las ingeniaba para terminar contándome la misma historia. Antes de empezarla me decía: "Si ya se la platiqué, dígamelo; no quiero que me suceda lo que todos los viejos: se la pasan repitiendo los mismos cuentos sin comprender que aburren a medio mundo".

Por supuesto, jamás le confesé que me había relatado decenas de veces los pormenores de su conspiración -esa palabrita le fascinaba­; si se lo oculté no fue por amable o discreto, sino por egoísta. Era un placer muy grande oír sus versiones, mirar cómo se iba transformando en un verdadero conspirador, rodeado de cómplices y toda la cosa.

Desde 2004 Chavita no ha venido a sentarse a esta banca. Usted, que hoy ocupa su sitio, ¿cómo interpretaría la ausencia de quien no falló nunca a lo largo de 20 años? Una de dos: se fue a vivir a otra ciudad o murió. Por mi parte, elijo la primera opción. Así podré imaginarme que en cualquier momento aparecerá con su abrigo pardo, la cabeza descubierta -a pesar de que había perdido casi todo el cabello y el frío lo afectaba­ y una bolsa llena de migajas para arrojárselas a las palomas.

II

Nos conocimos de casualidad un 28 de diciembre. Era la época en que a los santacloses y a los Santos Reyes se les permitía actuar en la Alameda. Yo trabajaba como fotógrafo callejero. Con mi camarita andaba por todas partes: mercados, jardines, terminales. Este año la chamba estuvo muy competida y decidí buscarle por otros rumbos. Me vine a la Reforma. La recorrí de arriba abajo hasta que me cansé y decidí sentarme en esta banca.

Enseguida llegó un señor muy alto, de abrigo pardo, con una bolsa de papel en las manos. Sentado al otro extremo de la banca, me veía de reojo, como si mi presencia le molestará. Pensé mil cosas, entre otras que el hombre ocultaba en la bolsa una pistola o por lo menos una pachita de tequila. Cuando vi que contenía sólo migajas para las palomas, me eché a reír. "Simpáticos y perversos animalitos", comentó el desconocido. Y allí comenzó la plática. Le dije que era fotógrafo callejero, le mencioné la difícil situación por la que atravesaba y hasta le confesé mi arrepentimiento por no haber aprendido otro oficio.

El hombre arrojó el último puño de migajas y se volvió a mirarme: "A veces eso tampoco lo salva a uno. Durante nueve años trabajé en una fábrica de muñecos de peluche. Los patrones eran muy exigentes. Sólo contrataban expertos porque no querían que sus juguetes presentaran ningún defecto, y en caso de que los tuvieran, por insignificantes que fuesen, los remitían al incinerador.

"El año pasado les pedí aumento de sueldo. Me lo negaron y renuncié. Cuando fui a despedirme, mis compañeros intentaron hacerme desistir advirtiéndome que en diciembre no encontraría trabajo ni de Rey Mago. Eso me dio una idea: me presenté en la Alameda. Caí parado: José Alvírez, el tipo que siempre la había hecho de Baltazar en el primer telón, iba a casarse y necesitaban un sustituto. El único requisito para contratarme fue que pagara un depósito por el disfraz y el elefante.

"Me iba muy bien, pero a la tercera noche reapareció Alvírez: su novia se había fugado con otro y lógicamente la boda se canceló. Me presenté con el secretario general de la Unión y le pedí que me devolviera mi depósito. Me respondió que no; lo único posible era permitir que me quedara con el equipo hasta el 7 de enero.

"Al salir de la oficina me alcanzó Gloria, una muchacha que siempre la hacía de reno. Me contó que cuando le faltaba trabajo se iba a la Casa Arco Iris: un orfanato. Allí, cada diciembre las voluntarias de San Felipe Neri les llevaban juguetes a los huérfanos. En la ceremonia del reparto se tomaban muchas fotos, de preferencia con algún Santo Rey. Si estaba interesado me recomendaría por teléfono con la madre Aurora".

III

Chavita tenía una forma de hablar muy especial. Aquella mañana me dijo: "Cuando oigo la palabra orfanatorio le quito el seguro a mi revólver, porque imagino niños tristes, medio muertos de hambre y de frío, cuidadoras bigotonas y estrictas. En cuanto llegué al domicilio que me había dado Gloria comprobé que estaba equivocado.

"El orfanatorio ocupaba una casa antigua en Azcapotzalco. Blanca por fuera y amarilla por dentro, tenía algo muy agradable, un airecito como de invernadero. La madre Aurora fue muy amable. Me mostró las instalaciones y me presentó a los niños, pero al final me dijo que lamentablemente no podía contratar mis servicios porque el voluntariado acababa de disolverse y no habría reparto de juguetes.

"La noticia me afectó, no por lo que significaba para mí, sino por los niños. Los había visto en el jardín, con sus delantales azules y sus suetercitos rojos, barriendo las hojas secas y colgando de las ramas de los fresnos sus cartas para los Santo Reyes. Al verlos recordé lo triste que había sido para mí, cuando era niño, jamás haber recibido regalos el 6 de enero. Desde dos días antes mi madre me obligaba a guardar cama porque, según ella, iba a darme gripa. Ahora comprendo que lo hacía para evitar que viera a los niños del barrio exhibiendo sus juguetes mientras yo no tenía ninguno.

"Ese recuerdo y la idea de que 15 huérfanos de la Casa Arco Iris esperaban con ansia a los Santos Reyes me quitó el impulso para seguir buscando trabajo. Anduve caminando por todas partes hasta que vine a dar a la Reforma y me senté en esta banca. Las palomas que picoteaban inútilmente el cemento en busca de comida hicieron que pensara otra vez en los huérfanos. Podía regresar a la Casa Arco Iris y divertirlos paseándolos en mi elefante, pero ¿qué juguetes iba a regalarles?"

IV

Chava ponía cara de conspirador siempre que llegaba a ese punto de su historia "Recordé la fábrica de peluches y los juguetes condenados al incinerador. Aunque tuvieran pequeños defectos, harían muy felices a los pupilos de la madre Aurora. Entonces se me ocurrió pedirles ayuda a mis antiguos compañeros de trabajo. Llamé a cada uno por teléfono, les hablé de la situación en la Casa Arco Iris y les pedí un favor: que al poner un ojo, un rabito, un adorno en los muñecos de peluche, cometieran mínimas equivocaciones.

"No fue fácil convencerlos de que secundaran mi plan: los tipos tenían su orgullo y sobre todo miedo de perder su trabajo. Los convencí haciéndoles ver que en diciembre los patrones requerían más que nunca de sus servicios. Sólo me faltaba una cosa: la complicidad de La Diabla. Así apodábamos a Emigdia, la encargada del incinerador. ¿Sabe cómo la convencí? Removiéndole las cenizas de algo que hubo entre nosotros. El recuerdo le avivó el seso ­conste que no digo el sexo­ y se ofreció a solucionar el resto de los problemas: metería al incinerador trapos inservibles mientras los muñecos condenados iban derecho a su bolsa".

Otra característica de Chavita era que se las daba de saber mucho de mujeres. Así que con un tono medio fanfarrón me dijo: "Tuve miedo de que Emigdia se arrepintiera y le puse el señuelo que nunca falla: la cité en el mismo Kiko's de Santa María para hablar de los viejos tiempos. Fui tan elocuente que me entregó los juguetes y algo mas... Ya sé que los caballeros no tienen memoria, pero yo estoy exento de esa norma porque tan sólo soy un hombre. ¡Con eso ya tengo suficientes problemas!".

Hablando así Chavita pretendía hacerse pasar por duro y cínico, pero en el fondo era un romántico sentimental de siete suelas. A esas alturas del relato se le escurrían las lágrimas al recordar la felicidad de los niños cuando les entregó sus juguetes: "No se imagina lo que fue para mí ver a aquellos chamaquitos correr por el jardín, que de pronto se transformó en un zoológico poblado de osos, leones, elefantes, lagartijas, borregos, gatos, perros de peluche... No vaya a malinterpretarme: si hice todo aquello no fue solamente por los niños, sino también por mí; quise corregir las horas tristes de mi infancia. ¡No me mire así! Piense que lo único que podemos cambiar es el pasado".

Espero no haberlo aburrido contándole esta historia. La primera vez que se la oí a Chavita me pareció un clásico cuento para el Día de los Inocentes; pero después, según fui conociéndolo mejor, entendí que era verdad y que solamente un tipo como él habría podido vivirla... o inventarla, que para el caso da lo mismo. Y ahora le diré lo que él siempre me decía antes de despedirse: "Por si no volvemos a vernos, le deseo muchos años felices".

 
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