Usted está aquí: jueves 28 de diciembre de 2006 Opinión ¿Es que hubo alguna vez un presidente Fox?

Adolfo Sánchez Rebolledo

¿Es que hubo alguna vez un presidente Fox?

Al acercarse el fin de año, las televisoras suelen ofrecernos resúmenes de todo y para todos los públicos. El bombardeo es inmisericorde, pues la repetición de imágenes, vistas hasta el cansancio, nunca hará por sí misma un buen resumen, el balance que, en rigor, reclamaría un examen juicioso y contextualizado de las grandes noticias nacionales o extranjeras. Pero no es así. Al pobre espectador, ese que no logra escapar hacia la playa más próxima, suele ofrecérsele un mamotreto simplista, pretencioso o grandilocuente, elaborado con la simple intención de llenar la pantalla en días de escaso rating. Y, sin embargo, reitero, un buen balance del 2006 mexicano haría falta antes de que la ausencia de memoria colectiva, o el agradecimiento selectivo de los satisfechos, borre de la historia buena parte de lo vivido. Véase, por ejemplo, el olvido casi generalizado respecto al gobierno de Fox, aunque en este caso también sea legítima la autodefensa. Valga que nadie quiera recordar la anécdota trivial de la pareja gobernando en condominio, las frases vacías, la antología permanente del gazapo, la frivolidad como política de Estado, pero nos vamos a los extremos, pues para ciertos efectos políticos, el bueno de Vicente Fox jamás existió, como si no gobernar o mal gobernar fuera prueba suficiente de su inexistencia histórica, como diría el maestro Revueltas. Ni el presidente que le sucede en el cargo ni los diputados que lo enfrentaron parecen hallar línea alguna de continuidad entre el sexenio anterior y el presente. Pero el Estado no ha cambiado en cuatro semanas. Y allí están los problemas "estructurales" que llevaron al país a la confrontación y luego al mayor desencuentro entre las fuerzas políticas nacionales. Una parte de la crítica editorial se esfuerza por marcar las diferencias sobrestimando los matices, los gestos, las señales, el cambio de estilo, pero no hay todavía nada que indique un rectificación de fondo en los grandes temas, pues el Ejecutivo, como ocurrió con el presupuesto original enviado por el Ejecutivo al Congreso, actúa conforme a la ortodoxia hacendaria en boga. Luego aceptó los cambios, las reasignaciones y salió adelante sin realizar verdaderos sacrificios. Le salió barato.

Los "proyectos de nación", las opciones alternativas, las refundaciones y otros réclames grandilocuentes de la fase anterior han desaparecido de la escena, o ya no se escuchan con suficiente fuerza. Prevalece cierta compartimentación como sustituto de la tolerancia o el respeto mutuo en el que debía ser un debate permanente. Cada cual cultiva su parcela táctica, el coto que los otros le permiten sin tropezarse. Y si no hay estrategia para qué pensar en el programa. Por eso, pese a todo, los famosos acuerdos "en lo fundamental" son inviables, sin que importen demasiado las unanimidades de última hora. ¿Quién se compromete a largo plazo con la nutrición popular si puede, por ejemplo, enmendar el impuesto a los refrescos (líquido vital de los pobres, según la mayoría senatorial) aunque deba dejar en la estacada de la incoherencia a los de su propia parroquia? Lo propio del momento es lo inmediato, la pelea en corto, el juego de sombras republicanas, la ganancia puntual en las encuestas, aunque el impulso de 2006, esa enorme energía ciudadana acumulada, se diluya en el desconcierto o la desilusión o, peor, en la autocomplacencia de los triunfadores que ayer alertaban contra la violencia y la sublevación y ahora predican la paz alzando la mano firme al cielo.

Se nos quiere convencer de que ya vivimos en un país distinto, seminuevo, donde todas las relaciones institucionales se remozan al paso del nuevo mandatario. Y en paz. El peligro se aleja o se desmorona, según los datos del gobierno. Y todo en menos de un mes. Es el viejo optimismo epidérmico del más antiguo presidencialismo, incansable en la tarea (mediática, por supuesto) de transformar a un casi desconocido en el hombre proverbial de la República. Claro, todos en nombre de la democracia cuyo destino urge precisar. Y ahí la llevamos, pues al parecer de eso se trata. Y, sin embargo, es imposible seguir adelante sin revisar a fondo el "estado que guarda la nación", tras la crisis gestada durante el sexenio foxista y no solamente en la última etapa electoral, cuando la intromisión presidencial puso en riego, al decir del titubeante Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, todo el proceso. El Presidente de la República no ha hecho explícito ese balance para decirnos qué quiere conservar del pasado y qué cambiar hacia el futuro y ese ya no es un tema de campaña, sino un asunto crucial para avanzar en la rectificación de una serie de cuestiones importantísimas, comenzando por la política exterior que hundió a México en la vergüenza y terminando por la política social, de siempre desvinculada de la reforma democrática del Estado y ajena por completo a las grandes prioridades de la política económica, tan proclive a repartir migajas compensatorias en vez de propiciar el crecimiento y el empleo productivo. Es obvio que estamos en un momento más bien difícil, ante la perspectiva nada halagüeña de una recesión en Estados Unidos que afectará donde más duele: en el ingreso de las familias y la caída de sus niveles de vida. En esas condiciones, no hay forma de aminorar la desigualdad sin repensar seriamente el papel de la educación, concebida integralmente desde la escuela básica hasta la investigación científica. Por muchas razones, ya no es posible que el Presidente de la República, al igual que su antecesor, confíe el mantenimiento del aparato educacional a los líderes sindicales, los mismos que llevan más de 20 años sin resolver la división irreconciliable dentro de su propia organización, mientras hacen su propio partido y se les conceden altos cargos en el gobierno en pago por los servicios electorales prestados. Ojalá estos (y otros) temas sean objeto de la deliberación nacional y materia de los balances mediáticos que nos esperan. Por cierto, felicitaciones a La Jornada por el magnífico anuario que está en circulación. Y a todos los lectores les deseo un mejor 2007, no importa que hoy sea 28 de diciembre.

 
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