Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de diciembre de 2006 Num: 616


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Las bragas de la reina
GABRIEL SANTANDER
El sonido del fuego
ENRIQUE H. GÓMEZ LÓPEZ
Desencuentro de cadáveres
GUADALUPE LIZÁRRAGA
Nevermind en Cozumel, Miles
ROBERTO GARZA ITURBIDE
Rumi
RUBÉN MOHENO
Paraíso con gatos
PABLO SOL MORA
Al vuelo
ROGELIO GUEDEA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Indicavía Sonorosa
ALONSO ARREOLA

Tetraedro
JORGE MOCH

(h)ojeadas:
Reseña de Enrique Héctor González sobre Desde el tiempo


Directorio
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Guadalupe Lizárraga

Desencuentro de cadáveres


Ilustración de Ricardo Peláez

Ocurrió muy pronto aquel día: un jueves de septiembre. La sombra de cada uno arrastraba el deseo, alargado y estrecho, moldeado a la cuadratura de una cama rancia de hotel. En cuanto entraron a la habitación, ella se descubrió los senos blancos, que al recostarse espejearon en la oscuridad como cúpulas de mezquita, dejando asomar sus breves cicatrices extendidas por debajo de sus pliegues como tatuajes prohibidos. Él, antes de echarse sobre ella, se palpó lo que le quedaba de cuerpo para confirmarse todavía vivo, y luego, con su mano derecha, se escarmenó una ancha herida abierta en el pecho para constatar que le manara el chorro de sangre por aquel viejo amor del pasado.

Los dos listos, después de convenir los acuerdos del no amor, empezaron a darse vueltas en la cama, y en cada vuelta se desprendieron de sus labios los recuerdos que estrellaban contra las paredes como cuervos ciegos. Ya por fin, desatados de tantos recuerdos puestos en palabras del pasado, se merodearon hasta la fatiga. La madrugada celosa los interrumpió tocándoles insistentemente la puerta. Pero él no la dejó entrar y le pidió a ella que guardara silencio. Ella obedeció indiferente, y mientras se le apaciguaba el pulso aprovechó para seguir bebiendo. Él, para seguir besándola.

Tapizados de alcohol y besos, finalmente ella decide seguirlo sin sentimientos definidos, con el ánimo de tranquilizarlo; él piensa que la decisión de ella es como si hubiera seguido a otro cualquiera, no obstante decide ser dichoso. Para ella, la dicha de él es la sonrisa amarga de un alma sin vida. A partir de ahí, cada vez que se besan experimentan el estrépito de una ciudad que nace de su propia tumba. Para ella esa ciudad es el destierro; para él, la dirección opuesta a su fortaleza.

Los encuentros se suceden, y cada que él se echa encima de ella, se les cosen las costillas. Ella lo mira como si esperara que hablara, pero él no habla, no dice nada, sólo jala la hebra para separarse y volver a ser dos. Tampoco la desnuda. Ella se desviste sola y le ofrece su cuerpo de sirena lastimada. Él, en un acto de ternura que después se reprocha, la cubre con abrazos de mar lejano, le repara las escamas de sus caderas de niño y le desenreda el cabello con la punta de sus dedos descarnados. Luego, se queda dormido. Ella lo observa, lo lame, lo besa, es como se lo imaginaba. Quiere soñarlo y se le acurruca en el pecho. Acomoda su cabeza sobre la herida ancha, que sin darse cuenta interrumpe el chorro de sangre. Es entonces cuando él se despierta, y muy quedo, apenas perceptible para ella, le dice que la ama. Con el júbilo ingenuo, ella aletea su cola rota de sirena y se vuelca de súbito sobre él para verlo con sus ojos brillantes de luz azul y lamerlo todo con su lengua de agua fría. A él le vuelve a manar el chorro de sangre. Respira profundo como un humano, y le afirma que la ama como ama a la tierra, al cielo, a una flor, a los niños. Sonríe, aliviado de su inteligencia. Después se queda en silencio y vuelve a dormirse.

Ella simplemente no conoce la tierra ni el cielo. Lo demás se lo imagina, pero no le responde. De todos modos él ya no la oye. Podría decirle que sí lo ama, podría decirle que al menos desea hacerlo, intentarlo. Las palabras le pican los labios. Los aprieta para cerrarles la salida. Se percata de que él no la conoce. Que nunca la conocerá. Que a él se le ha extinguido la perversidad para llegar al extremo oculto de la hebra que le brota de sus costillas. Es entonces cuando una mano de la tristeza se le mete a los pulmones y le cierra los bronquios. No puede hacer nada. Recuerda que está fuera del mar lejano, de su lugar de vida. Él duerme con profundidad. A ella le falta el aire. Da aletazos de angustia con los restos de su cola. Él sigue durmiendo. Ella quiere llorar, llorar con todo el cuerpo para que él la escuche. Él empieza a soñar en el tiempo pasado. Ella se desvanece. Se le extingue la luz azul de sus ojos. Ya no tiene aire. No hay refugio de mar que la abrace. El chorro de sangre de la ancha herida del pecho de él sigue manando a borbotones, en tanto se adentra cada vez más en su sueño. Ella ya no logró soñar. Él no se da cuenta, sólo su sangre empieza a teñirle el cuerpo de sirena rota ya por completo. Él es feliz en el sueño de su pasado sin parar de sangrar. Su sangre forma una gran corriente que arrastra el cuerpo desvanecido de ella. Lo arrastra, lo arrastra, lo saca de la habitación inundada de sangre, lo hace flotar por las escaleras también inundadas, lo arrastra hasta la calle cubierta de la sangre que fluye.

Todo es mar profundo de su sangre que la arrastra hasta volverla nada. Mientras... él sigue soñando eternamente en su pasado.