Usted está aquí: domingo 17 de diciembre de 2006 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

El último adiós

No podía aceptar que te hubieras ido. Pasaste por encima de todos los años que vivimos juntos, abriste la puerta y después de unos segundos no quedó siquiera el eco de tus pasos. ¿Te imaginas lo que sentí frente a ese silencio? Aunque quiera, no puedo describírtelo y no me esforzaré por hacerlo: sería demasiado doloroso.

Las personas que se van no piensan en que dejan las huellas de su ausencia. En la casa las encontraba por todas partes y, sin embargo, me resistía a verlas. Me volví una perfecta mentirosa para mi propio consumo: colocaba en la mesa dos cubiertos, ponía en el jarroncito azul las flores que te gustan ­por cierto, nunca me atreví a preguntarte quién te enseñó a apreciarlas­ y luego me dio por hacer algo aún más absurdo: seguí llevando tu ropa a la tintorería.

Acabé por sentir una especie de agradecimiento hacia tu chamarra de pana gris y tu abrigo negro, porque fueron las prendas que conservaron tu olor más tiempo. (Entre paréntesis: tus camisas no tuvieron memoria). Te lo digo y me dan escalofríos, porque me recuerdan lo sola que estaba; no, más bien lo mutilada que me sentía.

No necesito aclararte que nuestros amigos no me ayudaron a sostener mi fantasía. Con la mejor intención del mundo, en cuanto me los encontraba lo primero que hacían era preguntarme: "¿Has sabido algo de Mauricio?" Después se ahorraron las palabras, pero siguieron interrogándome con los ojos. Miraditas, ya sabes...

Esta vez no voy a preguntarte si te aburre lo que te estoy contando, pero puedes bostezar como lo hacías disimuladamente cuando te hablaba de mis problemas de trabajo o de mis sueños. Hasta los que me parecían escalofriantes te provocaban somnolencia. Fingía no darme cuenta. ¿Hice mal? No te preocupes, tengo la respuesta: sí. En eso y en muchas otras cosas me equivoqué. Ahora que no tiene ningún sentido mencionarlas puedo hablar de ellas, porque aun cuando te tenga a medio metro de distancia ya no estás.

No debo ser tan injusta conmigo misma. En medio de todas mis debilidades me reconozco un mérito: nunca te busqué. No anduve merodeando por tu oficina ni por los rumbos que frecuentas. Lo que sí hice fue estar lista para reconocerte en medio de las multitudes. No exagero: las hay a cualquier hora, en todas partes.

También te esperaba en el teléfono, a la salida de mi trabajo, en el estacionamiento, en la casa. Nunca pude imaginar qué nos diríamos, pero estaba segura de que a partir de ese rencuentro íbamos a seguir caminando juntos. No me culpes por hablar como personaje de telenovela. Contraje la infección durante las infinitas noches que pasé frente a la tele viendo Mundo de fieras.

II

Hay personas que se resisten a aceptar la muerte de sus seres queridos y se refugian en la idea de que simplemente están lejos, de viaje o al otro extremo de la ciudad, y que un día regresarán. Usé la táctica a la inversa: cuando comprendí que no ibas a volver, opté por enterrarte: "Mauricio está muerto. La muerte es irreversible y nunca devuelve a sus presas".

Me convertí en "tu viuda" y lo hice bastante bien. Empecé por empacar tu ropa y llevarla a un asilo, pese a que sabía el horror que sientes por la vejez. Guardé tus retratos, excepto el que nos tomaron en una trajinera. Míralo, allí está. ¿No parecemos una pareja de recién casados? Después vino lo más difícil: decidir entre quedarme en esta casa o buscar otra sin huellas en las paredes, sin quemaduras en la mesa de la cocina, sin la marca que le hiciste a la duela del comedor.

Como ves, opté por quedarme aquí. Supongo que a pesar de haberme convertido voluntariamente en viuda, abrigaba la estúpida esperanza de que volvieras.

Después reconocí los verdaderos motivos de mi permanencia: este departamento es muy cómodo y no encontré otro con techos tan altos. ¿Te cuento algo morboso? Los primeros días de tu ausencia miraba hacia lo alto pensando en colgarme de una viga.

Qué bueno que no me suicidé, me habría perdido de muchas cosas, entre otras asistir a tu verdadero entierro. Es hoy. No, me corrijo: está siendo hoy. No puedes resucitar de la muerte que te inventé; no puedes haberte ido siete años y luego volver como si nada para que rehagamos nuestra vida.

Lo que estamos rehaciendo aquí es tu muerte. Cumplí por adelantado con las ceremonias que rodean a la viudez, padecí, me deshice de tus cosas, borré tus huellas y conservé tu retrato como si fuera una reliquia. En la foto sigues igual que aquel domingo en el que yo ni siquiera imaginaba la posibilidad de nuestra separación.

¿No dice nada? Perdón, no te he dejado hablar, pero aunque te lo permitiera sería inútil, porque tú estás muerto. No me cuesta ningún trabajo aceptarlo, pero si me doliera podría decir: "Mauricio está haciendo un viaje largo. Un día regresará".

Me miras como si no me reconocieras. Lo entiendo. No estabas preparado para esto. ¿Cómo imaginaste que iba a recibirte? ¿Llorando, pidiéndote perdón como si fuese yo quien se alejó? O imaginaste una de aquellas pavorosas escenas que tanto te preocupaban, no porque me vieras sufrir, sino porque los vecinos podían escuchar mis reclamaciones, que te mostraban ante ellos tal como eres, o mejor dicho, eras conmigo.

No dudo que con otras mujeres hayas sido distinto, más cordial, menos impaciente. No te sientas extraño por eso. Todos tenemos muchas caras. Las vamos cambiando según el interlocutor que tengamos enfrente... o abajo. Me avergüenza recordar que llegué a ponerme de rodillas frente a ti para suplicarte ­¡suplicarte!­ que no te fueras. No sirvió de nada. Debí comprenderlo desde el momento en que me decías: "Con esos teatritos lo único que vas a lograr es que me harte". Y sucedió: te hartaste y te fuiste sin llevarte siquiera el cepillo de dientes. Te lo agradezco en nombre de los ancianos que resultaron los primeros beneficiados por tu abandono.

III

Me gustaría llevarte al asilo donde están. Uno de ellos se parece mucho a ti: tiene los mismos huesos de la frente, la misma forma de ojos, el mismo óvalo de la cara. Si lo vieras vestido con tu blazer azul podrías imaginarte cómo serás cuando tengas 80 años. Para ese viejo el encuentro contigo podría ser una experiencia fantástica, un viaje de regreso a sus años de madurez. Nada de esto puede ocurrir porque tú estás muerto, al menos para mí.

Un día iré a visitar al anciano. Casi estoy segura de que se llama Jerónimo. Le hablaré del parecido entre ustedes y le diré que fui a visitarlo porque quise hacerme las ilusiones de que te estaba viendo como si hubieras alcanzado a cumplir 80 años. El hombre se intrigará, y como lo que le sobra es tiempo, preguntará de qué moriste.

No quiero asustar a ese pobre viejo describiéndole una agonía prolongada, así como colmarle su curiosidad hablándole de tu muerte repentina. Es posible que él comience a envidiarte, sobre todo cuando le diga que expiraste en la sala de tu casa, en el sillón donde ahora estás sentado mirándome con la misma extrañeza con que yo te vi alejarte.

Ahora, si no te importa, me gustaría que me dejarás sola. Antes me hubiera parecido insoportable, ahora no. La soledad me gusta. Hago muchas cosas: trabajo, oigo música, leo, ordeno la casa, salgo a pasear y te recuerdo sin rencor, sin sufrimiento, sin reprocharte nada. ¿Cómo podría no hacerlo si estás muerto?

 
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