Usted está aquí: miércoles 13 de diciembre de 2006 Opinión Pinochet

Arnoldo Kraus

Pinochet

Es una verdadera pena para los librepensadores y para quienes abogan por la justicia que Augusto Pinochet haya muerto sin haber sido procesado. Haber birlado la sentencia dictada hace ocho años por el juez Baltasar Garzón es dramático ejemplo de la impunidad de los genocidas y autorización para que sus símiles continúen haciendo lo que les dé en gana. Ejemplos vivos son los asesinos en Darfur, los responsables de las matanzas en Chechenia, de los kurdos en Turquía y en grados diferentes, entre otros, George W. Bush, Carlos Menem, Vladimir Putin y nuestro Luis Echeverría. El deceso por enfermedad de Pinochet y los honores militares que se le rindieron son pasaportes para que los genocidas universales sigan deambulando libremente. No es posible sanar el pasado si los criminales se marchan impunes. No es posible hablar de ética cuando los asesinos no saldan sus deudas.

Inmenso fracaso de la humanidad, sobre todo, cuando se contrapone con los asesinatos de periodistas como es el caso reciente de Anna Politkovskaya o de otros periodistas y de algunos activistas que abogan en favor de los derechos humanos. Inmensa derrota si repasamos lo que sucede en nuestra Oaxaca, donde buena cantidad de personas, incluso no pertenecientes a la pleonástica Asociación Popular de los Pueblos de Oaxaca se encuentran en calidad de detenidos o desaparecidos. Inmensa paradoja la que vivimos: se asesina, se maltrata o se "desaparece" a las personas que no convienen al poder y se exime a los sátrapas. Por si fuera poco, el destino, ajeno a la voluntad de los seres humanos, fundió la muerte de Pinochet con el Día de los Derechos Humanos.

El genocida chileno es responsable de al menos 3 mil 200 muertes documentadas, aunque es muy probable que el número sea mayor. El desencanto de los familiares de las víctimas no sólo representa su impotencia y su dolor, sino que significa el triunfo de la injusticia y el continuo fracaso por resarcir y dar peso al tan mentado papel de la memoria, tema muy socorrido en la actualidad, pero de dudosa trascendencia. La situación es aún más compleja si se toma en cuenta que los dos últimos gobiernos en Chile han sido "de izquierda" y que, como ya dije, los funerales fueron rodeados de honores para el ex jefe supremo de las fuerzas armadas.

Su muerte en libertad es lamentable porque pocas personas suscitan en la actualidad tanto horror, sed de venganza y odio como el asesino de Salvador Allende. Imposible soslayar el fracaso de la humanidad ante quien urdió y participó en episodios tan denostados cuya crueldad nunca se conocerá a ciencia cierta, como la Caravana de la Muerte o la Operación Cóndor: ¿Pinochet torturaba en nombre de Dios, en el suyo propio o para salvar a Chile de la amenaza del comunismo? No sobra recordar el poder y las redes que se tejen en torno a asesinos como Pinochet, quien logró birlar la justicia durante más de ocho años. En 1998 el juez Garzón había ordenado su detención y extradición por crímenes contra la humanidad.

Duele la muerte de Pinochet sin haber sido condenado. No ignoro que en Chile hay quienes aprecian la figura del dictador, pues se repite, ad nauseam, que durante los 17 años que gobernó, entre 1973 y 1990, las condiciones económicas de la nación mejoraron. A pesar de que sea veraz el progreso de la nación y la disminución de la pobreza, nunca, bajo ninguna circunstancia, los asesinatos, las torturas y las desapariciones justifican ningún tipo de avance social. Su dictadura fue idéntica a lo que sucedía en la mayoría de las dictaduras de la derecha en Latinoamérica, donde el valor del ser humano o el respeto a la disidencia eran nulos. Por si fuera poco, y como continuación del siniestro y triste destino de la mayoría de las naciones latinoamericanas, Pinochet no sólo asesinó a mansalva, sino que expolió las riquezas de Chile a manos llenas.

Con su muerte Chile y la humanidad no cierran el pasado ni clausuran la pesadilla Pinochet. La llaga queda abierta, incluso más abierta y purulenta porque el dictador y su equipo triunfaron nuevamente sobre la razón y la justicia. Hubiese sido justo que muriese encarcelado, denostado, señalado, aborrecido, retratado con uniforme de reo. Apedreado por las miradas, vejado con los corazones.

Para Pinochet y su horda ni perdón ni olvido. Todo lo contrario. Qué pena que murió libre. Qué pena que tantos pinochets sigan libres. Qué pena que su imagen no recorrió el mundo tras las rejas. Muchos hubiésemos deseado que el genocida Pinochet, acompañado de sus camaradas, fuesen condenados ad hoc, no sólo por vindicar el peso de la memoria y resarcir un poco el nombre de las víctimas, sino porque el pasado pinochetista quedará, para siempre, irremediablemente abierto y sangrando. Su deceso, sin haber sido defenestrado, impide cerrar las heridas de la historia, dar nombre y memoria a las víctimas y evita que los familiares siembren en la humanidad. El deceso de los genocidas, cuando el castigo no llegó, eterniza el pasado y escupe el presente, demasiado vivo, demasiado doloroso.

 
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