Usted está aquí: jueves 7 de diciembre de 2006 Política Fin de un ciclo

Adolfo Sánchez Rebolledo

Fin de un ciclo

Ha terminado el ciclo de la confrontación postelectoral con un sabor agridulce para el partido de López Obrador, aunque, en principio, nadie pudo cantar victoria. La izquierda hizo pasar un trago amargo al Presidente entrante; la protesta fue mayúscula, pero Calderón rindió juramento como había prometido. En realidad, vimos un lamentable espectáculo montado sobre una crisis política verdadera.

Derrumbada la solemnidad anacrónica del ceremonial presidencialista, en el aire del Congreso queda dibujado una especie de gesto grotesco, la sensación de que la República ­o mejor, "el espíritu republicano"­ es algo tan vacío como las pretensiones de modernidad entre los políticos de la democracia. Que algo está podrido en Dinamarca lo sabíamos hace mucho, pero la ocasión de comprobarlo se repite sin que nada cambie. La disputa por la tribuna, los forcejeos por el control de las puertas al terminar la "tregua de las 8 am", las fanfarronadas del vocero del PRD, el "sí se pudo" pueril de los panistas jugando a la infantería entre las curules-barricadas, la fantasía de "impedir a toda costa" la toma de posesión sin (por fortuna) lanzarse al precipicio de la violencia, el trasiego de la banda presidencial entre las figuras de cera aparecidas a la medianoche en ceremonia de dudosa catadura cívica, la transmisión del esperpento diseñada como un acto de prestidigitación informativa al más puro estilo tradicional, pero sobre todo el desideratum de los legisladores a favor o en contra del ungido, la pasión desencadenada ante la nueva abeja reina de la colmena, revelan los vericuetos del territorio donde el fantasma del viejo presidencialismo asoma por sus fueros a la hora del nacimiento del nuevo Sol Sexenal, como si lo único importante fuera la protesta legal y protocolaria que sigue vigente.

En el México de la pluralidad autocomplaciente nadie se atreve a cancelar la sacralidad de los actos primordiales, el eco apagado del poder metaconstitucional, cuyas formas resisten más que sus contenidos, ni a enterrar al pasado y con él la institucionalidad entendida como mero reflejo de la costumbre, aunque de labios afuera se diga que ya no existe. Pero la verdad es que todavía hoy, al margen de acotaciones, fortalezas o debilidades perceptibles, el único cargo valorado tanto en la cúpula como en el llano es el de Presidente de la República, pues se le sigue considerando el único que posee la llave mágica para abrir las puertas de una utópica vida mejor. Espejismo que puede costar muy caro al país, como vimos con el anterior mandatario. Pero de esa visión proviene, en parte, la subestimación relativa del Congreso, la indiferencia de los partidos hacia sus propias bancadas y su trabajo, la absoluta falta de consideración que los medios dispensan a los legisladores, a quienes con frecuencia describen indiscriminadamente como holgazanes o ladrones del erario (que los hay). Sobrevive, pues, la idea autoritaria de la inutilidad de las cámaras que no es otra cosa que el desprecio por la política, es decir, la convicción de que los intereses particulares se representan por sí mismos ante el poder omnímodo de quien encabeza el Estado. Esa añeja atadura a la matriz presidencialista, personaliza la política en un mandón cuyo voluntarismo se engalla al paso del tiempo, mientras a los demás les impide pensar en serio en una reforma política real y profunda que transforme las instituciones y permita la disputa de los cargos de elección popular en la perspectiva de un régimen más próximo a la verdadera proporcionalidad, más abiertamente parlamentario y, por lo mismo, decidido a crear y conservar una "clase política" más profesional y fiscalizada que no excluya a la sociedad civil y, en cambio, le permita abrir otras compuertas de participación. Así sea en el terreno de las mentalidades y la ideología es urgente fortalecer al Estado ­con todo lo que significa­ para dar peso a la función presidencial y no a la inversa. Mientras esa visión presidencialista de la Presidencia no deje de tener sentido, el Congreso jamás será el corazón de la vida democrática y sí el centro del bochorno nacional.

Es obvio que estamos inmersos en una crisis política que todo contamina, pero entre la desazón y el escándalo, es posible entresacar experiencias positivas aun de lo ocurrido el 1º de diciembre. La primera es, y quiero subrayarlo, la indisposición física y moral de los legisladores de las bancadas de izquierda (de la mayoría, al menos) para, sin abandonar la protesta que habían anunciado, hacer a un lado el plan original diseñado hace meses, evitando así la escalada de violencia que podría haber terminado en tragedia, toda vez que los panistas habían decidido "defender la plaza" apoyándose en la fuerza del Estado. Lo mismo hizo López Obrador en la calle, al solicitar a su partidarios una actitud pacífica y de autocontención para evitar provocaciones. Eso ayudó a despejar los riesgos más graves, si bien, en mi opinión, eran innecesarias las bravatas previas llamando a una acción que, fuera de la legítima protesta, no podía arrojar buenos resultados. Como sea, al final se impuso otra conclusión importante: que, incluso en una situación de crispación como la que estamos viviendo, existen límites éticos y políticos infranqueables, cuya preservación es imprescindible para todos sin excepción. Haberlo aceptado me parece un buen punto de partida para elevar la calidad de la contienda política. Ahora, las fuerzas de izquierda agrupadas bajo la conducción de López Obrador tendrán que reflexionar sobre los pasos a dar, una vez cerrado este ciclo. Contra lo que se dice, no pienso que se trate de correr a buscar acuerdos artificiales con el gobierno y otros partidos, sino de poner en marcha la opción diseñada para ganar la confianza ciudadana, hacer la oposición puntual que la vida pública exige y crear una fuerza organizada ahí donde se multiplican las estructuras o donde de plano no hay ninguna. En todo caso, la diferencia es y será la política, sobre todo si ésta permite rescatar la voluntad de millones de ciudadanos que votaron por una reforma del país. Mientras, el gobierno da el esperado zarpazo a los líderes de la APPO. No por esperado menos grave.

 
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