Usted está aquí: domingo 3 de diciembre de 2006 Política La gente y su lealtad

Rolando Cordera Campos

La gente y su lealtad

Contra lo que muchos auguraban y otros parecían desear, el 2 de julio no hubo golpe de Estado ni intento de tomar Palacio. De nuevo, López Obrador y su coalición hicieron gala de su notable, hasta peligrosa, capacidad para combinar movilización con acción institucional aguerrida y estridente, sin caer en la violencia y el descontrol. Gritos y sombrerazos hubo, pero la sangre no llegó al río y los golpeadores de la derecha no cumplieron su cometido redentor; la izquierda no fue tan ducha para el combate en corto, aunque algunos de sus obesos cruzados hicieron chuza en parte de las filas panistas y el egregio senador Creel se llevó un leve susto.

Pero todo por servir se acaba y daña a quien se regodea con su abuso, y es esta ya la encrucijada en la que se encuentra la izquierda que encabeza López Obrador. El mundo avala a Calderón y la extraña liga de la buena educación que se forjó al calor y en contra del desafío popular que emergió en estos años parece dispuesta a todo, no sólo para contener el reclamo plebeyo sino para borrar a su dirigencia de la faz de la tierra, por la vía de la cooptación o de la represión abierta. Y este es un lujo que la izquierda política no puede darse ni siquiera en el pensamiento o la imaginación fragorosa de sus nostálgicos.

La paradoja es real y peligrosa. Las fuerzas armadas rinden obediencia al nuevo gobierno pero la normalidad no está a la vista y la ilegalidad del poder se vuelve flagrante. Mientras los diputados velaban sus pueriles armas enfundados en sus bolsas de dormir, el Estado trasladaba a ciudadanos oaxaqueños a un penal de alta seguridad en Nayarit y los restos de Porfirio Díaz se removían no se sabe si de gozo o de angustia por aquello de que las repeticiones suelen ser farsas pero también tragedias. Los sótanos presumen de estar listos, pero muchos de sus habitantes parecen más bien espectros sin rumbo.

La innovación para transmitir el mando se malogró de origen. En la soledad de Los Pinos, con aplausos temerosos de sus fieles (es un decir), el presidente Fox se rindió a la evidencia del tiempo real y constitucional, dejó sus lamentables bravatas para su álbum de recortes, mientras los cadetes del Colegio Militar cumplían con austeridad simbólica su papel de garantes del orden republicano. Se trató de una ceremonia inédita pero sin vida, cruzada por el desconcierto de sus protagonistas y el automatismo casi autista de sus discursos.

Horas después de este patético simulacro de la toma del poder en la penumbra, vino la protesta de cumplir y hacer cumplir la Constitución como ésta lo manda: ante el Congreso de la Unión y hasta con la presencia del ex presidente Fox. A partir de aquí, la queja cambió de manos y voz. La televisión lamenta la pérdida acelerada de rating y los agoreros de la derecha recurren a sus obscenos espots para reclamar que la mano firme se vuelva mano de piedra y plomo.

La ilegalidad en acto e intención no estuvo esta vez, como no lo ha estado a todo lo largo de esta tortuosa saga del poder en vilo, en el flanco izquierdo. Es en los establos más concentrados y arrogantes del dinero y el privilegio donde pasta esta pulsión irracional que sin embargo siempre acompaña a la democracia: saltarse las débiles trancas de las instituciones civiles y jurídicas para imponer el poder desnudo del dinero y una razón de Estado que suele ser la antesala del golpe real o virtual contra el orden democrático.

El país amanece dividido y frágil y superar esta situación debe ser el leit motiv del nuevo gobierno, pero también y sobre todo de una izquierda cuya responsabilidad histórica y política no puede soslayarse so pretexto del fraude y el abuso de que ha sido víctima. Soñar con que lo único que hay que hacer es esperar a que AMLO y sus huestes se agoten y se despeñen en el anonimato promovido por los medios, pondrá al país todo, con sus franjas fracturadas por la polarización, la injusticia y el agravio, en el filo de una sierra resbalosa y al lado de un mundo poco generoso y siempre hostil. Pero apostar al desgaste simple del gobierno, víctima de su ilegitimidad originaria, es jugar con cartas marcadas por quienes especulan con la reproducción del poder y el privilegio en un contexto de fragmentación y disolución del Estado.

Darle voz a la calle y llevarla a los salones del Congreso ha sido el servicio mayor de López Obrador a un sistema político que lo único que mostró fue su debilidad y sus escasas reservas de reciprocidad. Con todo, el pueblo movilizado mostró su vocación ciudadana y su disposición a ser leal a un orden hipotético que no le brinda seguridad a nadie.

Por esto, la palabra la tienen el nuevo gobierno y su Presidente, así como la coalición que los llevó al poder y que sigue sin atreverse a decir su nombre y domicilio. De este tamaño es la responsabilidad de Calderón y compañía.

El llano no está en llamas entre otras cosas porque sus habitantes mantienen su lealtad a cambio de la esperanza. Toca el turno al poder constituido para demostrar que puede ser eso y no un remedo del exceso de riqueza y desigualdad que nos ha traído hasta donde estamos.

 
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