Usted está aquí: lunes 27 de noviembre de 2006 Cultura El cuervo

Hermann Bellinghausen

El cuervo

En todos esos años no había llegado tan adentro del desierto. Desde la vereda reconocí un tanque por los montículos claros que lo rodeaban. Atrás quedó Santa María del Refugio, el último punto que registran los mapas. Momento de hacer un alto. Me abrí paso entre el espinal desenvainado. El tanque con trabajos era mayor que un encharcamiento. La turbiedad del agua despedía un engañoso reflejo, fiel a su condición acuática. Me abrí paso entre cactos, nopales y agaves silvestres, cardos y astillas detenidas en el tiempo (otro engañoso reflejo) hasta cruzar otra vereda.

Mi arribo ahuyentó unos cuervos que a esa hora reinaban junto al tanque, así como de noche lo ocupan coyotes y culebras, al mediodía las liebres, y a ciertas horas de la mañana algún humano. Reticentes, no huyeron. Como esperando que los dejara en paz, alzaron vuelo. Graznaron. Anchas sus alas de tremendo pajarón. Rondaron arriba un rato, parvada oscura contra el azul resplandeciente. Fueron a posarse a unas palmas distantes, como dándome otra oportunidad para largarme.

Junto al tanque se inclinaba una palma solitaria, excepcionalmente alta. Su sombra era la única a la redonda, salvo dos mezquites en la orilla opuesta, tan retorcidos y desnudos que no ofrecían sombra, si acaso enrejaban sin orden la caída del sol. Los cuervos emprendieron la retirada hacia el oeste, menos uno que sobrevoló el tanque pausadamente un par de veces y se posó en uno de los mezquites pelones al norte. Para que se entienda, mi acá era el sur. Allí se estuvo mientras yo recolectaba leña, escasa, magra y a ratos espinuda como diría Neruda, y yo de menso tratando de alzarla, espinándome nomás. En cuanto me estuve quieto y preparé un fuego, el cuervo se aproximó y posó en el lodo. Parecía un ídolo de obsidiana.

­¿Qué transa?

Eso dijo, ¿o aluciné un simple graznido? Ni tan simple.

­¿No vas a contestar? ­insistió.

Me erguí con cara de ¿es a mí a quien hablas?, como si hubiera alguien más aparte de dos orejonas libres que corrían intermitentes en dirección opuesta al tanque. Okey, me dije, el pajarraco habla, pero qué puedo decirle. Por si quedaran dudas, el cuervo graznó otra vez, igual que uno de dibujos animados.

­¿Buscas algo?

Decidí darle gusto y dije:

­Buscaba. Lo encontré.

­¿Estás seguro?

No era un momento muy lógico. No pensé lo normal: que de dónde salía esa ave parlanchina. Los cuervos pueden hablar, pero igual que un loro necesitan convivir en cautiverio con personas. No nacen sabiendo. Obsidiana. Sólo sus ojos como flechas, amarillos, no eran renegridos. Habló de nuevo:

­También yo tengo un hijo.

­Ah, además respondes preguntas que nadie te hizo. Creí que nada más sabías preguntar ­me hice el irónico. Prosiguó:

­Pero yo sí sé dónde está.

Pinche pájaro, pensé. Me estaba interrumpiendo. Me apliqué a encender la hoguera. Soplaba fuerte el aire. Agarró brasa pronto. Guardé silencio.

­Hazte el muy ­retó.

­No me hago ­repliqué. Ahora él era el que callaba. Añadí:

­Bonita la tarde, ¿no?

­Te crees bueno para cambiar la conversación ­dijo.

­¿Cuál conversación?

Si mal no recordaba, no inicié yo el intercambio. El cuervo se tiró una parrafada incoherente sobre nidos, culebras, pulgas, lombrices y escopetas, picotendo el fango a orillas del tanque.

­¿Buena, la botana?

­Idiota ­fulminó mi fallida ironía. Levantó las alas y regresó a la misma rama del mezquite. Se colocó de perfil, indiferente.

No evité recordar que es el cuervo el ave favorita de mi hijo, algo que siempre me llama la atención. Tal vez yo sí sabía dónde está él, pero él no sabía dónde me encontraba. El silogismo incompleto fue inquietante. Miré con nueva simpatía al cuervo, que se había olvidado de mí.

Recordé al hombre horas atrás en la brecha, con su Gabriel de tres o cuatro años, sonriente y callado, sobre los hombros. Al hombre, que sudaba, se le había roto una manguera de la troca y tiró el aceite. No fuera a desbielarse. Necesitaba ir al pueblo por unos litros. Pidió que lo llevara, sin opción a negarme. Aunque desviara mi camino. Les hice espacio en el asiento. Subieron. Di vuelta en u. Fuimos al pueblo. Esperé frente al almacén sin apagar el motor. Dilató. Por fin salió y dijo que podíamos regresar. Gabriel se había ganado un paletón de chocolate. Los conduje hasta un fordcito blanco y polvoso orillado brecha adentro. Eran de Castañar. Abrimos los botes y le ayudé a pasar el aceite al carro. Luego seguí desierto adentro. Al hasta llegar a Santa María que descubrí el sombrero del hombre en el asiento posterior. Lo olvidó. No sabía el camino a Castañar, así que allí quedó el sombrero. Le adornaban el cintillo dos plumas esbeltas, rayadas y pequeñas, como de codorniz, y una más, negra y grande. De cuervo. Tras el recuerdo volteé al mezquite. El pájaro hablador no estaba ya. Sólo el desierto atardeciendo rápido, dorado y rojo.

 
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