Usted está aquí: domingo 26 de noviembre de 2006 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Silencios

Aurelia no cesa de mirar el reloj que cuelga en la pared. Es como si hubiese ido al Refugio sólo para ver cómo se arrastran las manecillas por la carátula blanca. La voz de Nina, la trabajadora social, la estremece:

­¿Le preocupa el tiempo? Si es por mí, no se inquiete; si es por usted, recuerde que hoy no tiene que llegar a ninguna parte. Nadie la está esperando ni le preguntará dónde estuvo ­Nina sonríe­. Por el momento, esta es su casa y lo será hasta que encontremos una solución a su problema.

Aurelia se frota las manos húmedas y al fin se mira las palmas:

­¿Cree que el destino de una persona esté escrito en estas líneas? Mi madre pensaba que sí, decía que una mujer nace sólo para ciertas cosas: limpiar, mostrarse obediente...

­¿Le hablaba mucho de eso?

Aurelia se desconcierta, no puede recordarlo y se angustia. Con el puño se golpea la sien y una voz débil se escapa de sus labios:

­Burra, ¡contesta! ¿Acaso no tienes lengua o ya te la tragaste? ­se vuelve hacia Nina­. Es lo que me decía mi padre cada vez que yo guardaba silencio, con el cuaderno de los pedidos enfrente, sin poder contestarle algo tan simple como cuánto es ocho por cuatro.

­Yo jamás le diría algo así y él tampoco debió hacerlo. Además, aquí nadie va a obligarla a responder.

­¿De verdad? ­murmura Aurelia con expresión de alivio. Desde la escuela uno se acostumbra a que debe contestar todas las preguntas. Cuando mi maestra Sarita me preguntaba por qué tenía los nudillos lastimados, no me brotaban las palabras aunque tuviera la respuesta en la punta de la lengua: "Me equivoqué en una multiplicación y mi padre me golpeó las manos con una regla". La recuerdo tan bien: tenía un canto de metal como el filo de un cuchillo. Una noche intenté cortarme las venas con la regla, pero no lo conseguí.

­¿Por qué?

­No era tan filosa como pensaba.

­Me refería a por qué pretendió suicidarse.

­Por lo que sucedió después de que asaltaron a mi hermano.

­No sabía que tuviera un hermano.

­Casi no hablo de él, aunque lo quería mucho. Se llamaba Sixto Alejandro. ¿No le suena a nombre de rey?

­¿Se llamaba?

­Murió el día en que cumplió 15 años. Mi padre le permitió que saliera a pasear en la camioneta. La teníamos para repartir los pedidos de masa. De niño a Sixto le gustaba meterse en la camioneta a jugar hasta que al fin mi padre lo enseñó a manejarla. Se pasaban los domingos dando vueltas a la manzana mientras mi madre y yo nos quedábamos atendiendo el molino.

Aurelia se frota el pecho: ­Siento feo de recordarlo...

­¿Seguro que quiere seguir hablando de esto?

­El día en que Sixto logró meter reversa y estacionarse solito, mi padre lo abrazó, le dijo que estaba muy orgulloso de él y se lo festejó como si hubiera logrado una hazaña increíble; yo vivía esperando que alguna vez me dijera algo así, pero nunca lo hizo, y mucho menos después del asalto.

­Iba a contarme cómo sucedió.

­Como regalo de cumpleaños, mi padre le permitió a Sixto que saliera a pasear en la camioneta, pero nada más por la colonia, donde nunca llegaban policías ni patrullas. Le pedí a mi hermano que me llevara. Fue algo tan bonito: con el radio encendido recorrimos todas las calles hasta que decidimos regresar. Estábamos a una cuadra de la casa cuando le dije a Sixto que me dejara sentarme en su lugar para hacerme las ilusiones de que también podía conducir la camioneta.

"En el momento en que nos bajamos para cambiar lugares se nos acercaron dos tipos. El que le puso la pistola en la cabeza y le pidió las llaves a mi hermano, le gritó a su cómplice: 'Agarra a la chamaca'. El tipo se me echó encima, levanté los brazos para defenderme y escuché el grito de Sixto: '¡Déjala, cabrón!' Me eché a correr y llegué a la casa temblando. Mi madre me abrazó, mi padre me preguntó por Sixto. 'Se quedó en la camioneta'. Cuando llegamos había mucha gente rodeándola y mirando a mi hermano. Lo encontramos con las manos aferradas al volante. De no haber sido por la sangre habríamos pensado que estaba dormido. Mi padre quiso saber qué había sucedido. No pude contestarle. Me zarandeó y me golpeó en la cabeza. Le pedí perdón."

­¿De qué?

­No lo sé, a lo mejor de haberme salvado y de que Sixto hubiera muerto ­Aurelia mira su mano derecha y con el índice izquierdo recorre su palma­. Mi hermano tenía muy larga la línea de la vida; yo, en cambio, la tengo cortita. Por eso menos entiendo que haya sido a él, no a mí, a quien mataron de un balazo.

­Debió ser un golpe terrible para todos ­dice Nina sin enfatizar.

­Para mi padre no. En el hecho de que, según él, Sixto hubiera muerto defendiendo la camioneta que había comprado con tantos esfuerzos, encontró la prueba de lo mucho que su hijo lo había querido. Allí comenzó mi infierno ­Aurelia cierra el puño y se frota los nudillos como si le dolieran­. Mi padre convirtió la camioneta en una especie de altar en honor de Sixto. Dejó de usarla y prohibió que mi madre y yo la tocáramos. Todas las tardes la pulía hasta dejarla resplandeciente. Algunas noches, a la hora de la cena, se levantaba de la mesa para mirarla desde la ventana y decir: "Quedó preciosa. Lástima que Sixto ya nunca vaya a manejarla". Escucharlo confirmaba mi idea de que yo no existía para él.

­Usted era niña, sufría la pérdida de su hermano y quizá por eso las palabras de su padre le provocaban una especie de doble abandono.

­Me encantaría que así fuera, pero no puedo engañarme: para mi padre yo era menos que nada.

­¿Cómo lo supo?

­Empecé a tener dolores de estómago muy fuertes. Un día no pude levantarme. Mi madre se asustó y mandó llamar a una vecina que trabajaba como enfermera en un hospital. Ella dijo que quizá fuera el apéndice y que, en ese caso, necesitaría una operación. Cuando mi madre le dio la noticia a mi papá, él sólo le preguntó: "¿Y con qué demonios pagaremos eso?" Su respuesta fue inmediata: "Vende la camioneta". Le juro que habría dado cualquier cosa por no oír lo que mi padre le contestó: "¡Jamás. Mi hijo dio la vida por defenderla; el muchacho entendió mis sacrificios para comprarla y no voy a malbaratarla sólo porque tu hija necesita una operación." Si él se hubiera salido del cuarto antes de hablar nunca le hubiera dicho...

­¿Qué cosa?

­La verdad: que mi hermano se había quedado en la camioneta para distraer a los asaltantes mientras yo escapaba. El pobre hombre no podía creerlo. Lo vi hincharse, ponerse rojo como si estuviera ahogándose, dar vueltas en busca de una salida. Al fin se detuvo y me miró: "¿Quieres decir que por ti, por una maldita mujer que no vale nada, perdí a mi hijo?" ¿Se da cuenta? El aceptó la tragedia de mi hermano mientras creyó que Sixto había muerto por defender una carcacha, pero le resultó insoportable cuando supo que había ocurrido por defenderme. Luego incendió la camioneta y al poco tiempo nos abandonó. Fue cuando intenté suicidarme.

­¿Y su madre?

­Vivimos juntas hasta su muerte, pero nunca llegamos a hablar de estas cosas y, la verdad, jamás intenté hacerlo. Temía que ella dijera que por mi causa, por haber dicho la verdad, mi padre nos había dejado; más temor me causaba imaginar su respuesta cuando le preguntara por qué había permanecido en silencio cuando escuchó a mi padre decirme: "Así que por ti, por una maldita mujer que no vale nada, perdí a mi hijo?" De todas las contestaciones que ella pudo darme sólo hay una que me parecería realmente insoportable: su silencio.

 
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