Usted está aquí: domingo 26 de noviembre de 2006 Opinión Fructífero centenario

Angeles González Gamio

Fructífero centenario

Justo hace una década estuvimos en el bello palacio del antiguo Arzobispado, que se encuentra en la calle de Moneda, festejando a Andrés Henestrosa "un joven que este año cumple 90", mencionamos durante La Vela, fiesta del Istmo de Tehuantepec, de donde es oriundo. Ese día anunció que ése era el festejo preparatorio para su fiesta de centenario, y retó: "yo voy a estar ahí, a ver quiénes llegan", y llegó, perfectamente sano, lúcido y lúdico; bien dice: "el chiste no es llegar, sino llegar así". En su larguísima vida ha sido escritor, periodista, poeta, político y maestro. De inteligencia prodigiosa y memoria sorprendente, deslumbra por su erudición, que el enorme sentido del humor salva de la pedantería.

Pero quizás lo que más maravilla de este ser notable, es su inmenso amor a la vida, que se hace evidente en el brillo infantil de sus ojos, que a sus 100 años no requieren anteojos para leer, siempre atentos, chispeantes, pícaros, gozosos. Varias conversaciones privilegiadas para llevar a cabo su biografía, que finalizaban con una comida en El Danubio, con algunos amigos, en las cuales don Andrés, después de dos tequilas, comía con deleite acompañado de un buen vino, y tras los postres no perdonaba el digestivo; invariablemente, al concluir el generoso convite, el más fresco y lúcido era siempre él.

En las charlas biográficas mencionaba que no sufre las terribles crudas, que cuando él está crudo los demás están muertos, dicho que confirmaba su querido amigo don Fernando Benítez, quien afirmaba haber salvado la vida al no aceptarle a Henestrosa el reto de ver quién tenía más resistencia etílica.

Heredero de cinco sangres, sus lenguas maternas son el huave y el zapoteco; con este último se comunica con su familia y amigos cercanos. Oriundo de Ixhuatán, pequeño pueblo oaxaqueño, vivió su infancia y primera juventud en medio de la turbulencia revolucionaria. A su llegada a la ciudad de México, en la década de los veinte del pasado siglo, apenas dominando el castellano, en virtud de su talento entró al mundo del arte, la literatura y la política.

Amigo predilecto de Antonieta Rivas Mercado, en cuya casa vivió un par de años, participó en los movimientos sociales y culturales más importantes de su tiempo. En un arrebato de juventud fue fundador de las juventudes comunistas, estuvo en la campaña política de José Vasconcelos, ha sido amigo o conocido cercano de todos los personajes relevantes de la vida cultural y política de México, de prácticamente todo el siglo XX y lo que va del presente.

Es autor de ese delicioso libro de leyendas de su tierra: Los hombres que dispersó la danza, que escribió cuando contaba con 26 años y sólo cinco de "estar en el aprendizaje del español", según sus palabras, en el que sin embargo ya muestra el perfecto dominio de la lengua, que va madurando día tras día, en ese afán inacabado por la perfección, que continúa vigente.

Quizás ahí radica parte del secreto de su permanente juventud: ese inagotable interés por aprender, conocer, escribir mejor cada día. Ha dicho que sus escritos los considera como "borradores", como anuncios de otro escrito futuro, que será mejor. Tal vez no pasan de 10 los libros que ha publicado, pero las cuartillas que ha colmado de ideas plenas de talento, sabiduría y belleza, para conferencias, discursos y cientos de artículos periodísticos, sin duda llenarían decenas de volúmenes.

Con una visión clara y una honda percepción de ser indio en este país, defiende que todos hablen el español además de su lengua indígena; "los indios son mexicanos, pero lo van a ser más cuando hablen el idioma de todos, sin detrimento de las lenguas indígenas".

Su experiencia centenaria le dice que el hombre tiene un alma y un corazón por cada lengua que habla; cada una tiene su forma de pensar, de sentir, de expresarse, porque las lenguas, nos dice, tienen su genio propio, no son las palabras solamente, ni su gramática, es un estado del alma para hablarla, y afirma que lograrlo es una hazaña, porque las lenguas tienen sus reticencias, sus pausas, sus gestos, sus silencios, y aprender eso, encima de las palabras propiamente dichas, es una hazaña todavía no ponderada, que él, don Andrés Henestrosa, reclama como suya.

Y tiene razón, porque pasar del huave y del zapoteco a ese perfecto español que distingue su prosa hablada y escrita, es realmente una hazaña y un regalo maravilloso para los que lo escuchamos y lo leémos.

Hablar de Andrés Henestrosa es hablar de parte de nuestra historia, de nuestras raíces más profundas; su sangre y su alma indígenas, sabiamente mezcladas con la savia europea, nos dan un hombre de este siglo que se inicia, que llevando nuestra compleja herencia múltiple lo supo resolver de fructífera manera.

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