Usted está aquí: domingo 26 de noviembre de 2006 Opinión Sigue la guerra... de las imágenes

Rolando Cordera Campos

Sigue la guerra... de las imágenes

La aparición del gabinete económico de Felipe Calderón quiso inscribirse en el intercambio simbólico en el que López Obrador mantiene la mano, pero no lo logró. Las instrucciones giradas por el panista de ponerse a trabajar por el crecimiento no conmovieron a muchos, y el coro de alabanzas un tanto pueriles por parte de algunos columnistas no pudo convertir sus esperanzas temblorosas en verdaderas expectativas de la sociedad civil. Ni feria ni hoguera de las vanidades, como solía ocurrir en el viejo régimen cuando se anunciaba el gabinete. Solo vanidad, evanescente, recluida en algunas salas y comedores de San Angel o Santa Fe.

Del otro lado de la mesa, López Obrador sigue jugando ping pong, a pesar de lo que sus malquerientes, vueltos legión histérica, anuncian. En vez de unas masas desbocadas rumbo a Palacio, el gobierno legítimo anuncia paquetes legislativos y un proyecto destinado a ampliar los mercados y combatir las concentraciones económicas para combatir el alza de los precios. Neciamente, algunos de sus perseguidores se desgarran los Armanis y alertan contra ¡el control de precios!, cuando lo que proponen López Obrador y sus economistas son medidas puras y duras de mercado.

La convención y su Frente Amplio no juegan pelota vasca pero el PAN (y su fauna de acompañamiento) no parece dispuesto a dejar el arenero y sigue haciendo loditos. No hay intercambio político real y las hostilidades simbólicas dejan mucho que desear, dada la situación política y social imperante. Se erosiona la paciencia ciudadana ejemplar de estos años, de cambio sin frutos ni atributos, pero para el nuevo gobierno todo parece ser un deseo impertinente de que las cosas volverán a su lugar pronto y bien.

El futuro secretario de Hacienda tiene la misión de recuperar el crecimiento, pero poco antes de ser ungido se unió a la resignación propuesta por su alma mater de que el año que viene, el de su inauguración, el país crecerá menos que en 2006. Seguir las enseñanzas del inefable señor Rato puede no ser el mejor camino para cumplir con las instrucciones de su nuevo jefe. Cambiar las prioridades impuestas por el actual titular de la casa de Limantour supone algo más que repetir las jaculatorias de la ortodoxia que se quieren volver mandamiento inapelable: lo primero es tener la casa en orden, se repite, cuando lo que hay es un tiradero fiscal y unos financieros públicos siempre al borde de un ataque de nervios.

El futuro secretario le debe al país varias de las lecciones que su antecesor le negó con arrogancia. Primero, tiene que explicarnos en serio las relaciones de causalidad entre sus ya fantasmales reformas y el crecimiento mayor que la población en expansión exige para que haya empleo. Nunca lo hizo satisfactoriamente la Secretaría de Hacienda encabezada por el licenciado Gil Díaz, y es por eso que la discusión económica cayó, igual que la política, en manos de los manipuladores de la opinión, los spin doctors que sólo han enrarecido el escenario del debate fiscal y financiero.

Más en lo inmediato, el doctor Carstens tiene que detallar los costos que en empleo, inversión, consumo y malestar implica una política de arranque que asume la reducción del crecimiento como meta. Tendría, más bien, si sus instrucciones son en verdad las publicadas, decirnos lo que costaría en términos de deuda, déficit, aumento de precios o de importaciones, por lo menos mantener en 2007 el crecimiento de este año y, junto con ello, lo que la sociedad podría obtener en empleos, acumulación de capital, consumo y bienestar de un proyecto de esta naturaleza: no recuperar el crecimiento perdido, sin apenas mantener el logrado que de cara a nuestras necesidades no puede sino calificarse de mediocre.

Si un ejercicio como el sugerido tuviera lugar, en público y para el público, entonces y sólo entonces podríamos reconocer que el nuevo gobierno ha decidido arriesgarse a dejar esta adolescencia perpetua en que el presidente Fox ha querido meter a México. Entonces sí que el Congreso podría despojarse de su extraña cuanto nefasta condición conservadora y también arriesgarse a revisar sus propias disposiciones de (i)rresponsabilidad hacendaria, para hacer del desarrollo económico y social un objetivo realista y no ensueño vuelto pesadilla cada que llega la hora de aprobar el presupuesto y rendirse ante las inflexibilidades inventadas de un fisco languideciente. Entonces, tal vez, dejaríamos atrás esta fútil batalla de imágenes caricaturescas y podríamos ponernos a debatir en serio sobre las opciones que se pueden abrir si el Estado y la sociedad se aprestan a inventar un nuevo régimen económico que pueda sostener una democracia que no encuentra cauce y sí demasiados diques disfrazados de leyes, instituciones y sacerdotes de la buena educación.

 
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