Usted está aquí: jueves 23 de noviembre de 2006 Opinión Crack, o de las cosas sin nombre

Olga Harmony

Crack, o de las cosas sin nombre

Con licencia del lector, y con el pretexto de que voy a referirme a una obra de contenido social, querría iniciar este artículo enviándole una calurosa felicitación pública a esa extraordinaria actriz que es Julieta Egurrola por ser, a la par que una notable creadora escénica, una mujer de gran valor y entereza, como lo demostró ante el presidente Fox. Ojalá que no la molesten esos miserables que actúan bajo la sombra que proyecta El Yunque, como lo hicieron, en su momento, con Dolores Heredia, a quien acusaron de manera estúpida y maligna de ser actriz porno por su destacado apoyo a Andrés Manuel López Obrador. Dicho lo cual, que no es todo lo que se puede decir, vayamos a los comentarios a Crack, o de las cosas sin nombre, de Edgar Chías, con dirección de Martín Acosta.

Chías hace un melodrama acerca del narcomenudeo, con todos los lugares comunes acerca de los niños de la calle, como esa frase mascullada por Mona en que acusa a su madre de no preocuparse por ella porque está con su novio en turno. Esto no estaría mal, porque la vida de cualquiera de estos desgraciados menores sería un melodrama si no fuera tan real. El problema que le encuentro al texto es una gran laguna dramatúrgica, una elipsis que no se justifica en tanto no desarrolla la transformación de ese matrimonio de clase media baja, con el marido desempleado, no tanto en productores de droga ­aunque nadie podría imaginar a la preocupada madre Lupe haciendo cómplices a sus pequeños hijos en el sucio negocio­ sino consumidores de la misma. No digo que esto no sea posible, por el hambre y el desempleo que hace sucumbir a tantas personas ante las posibilidades que ofrece el crimen, sino que dramáticamente (y de eso se trata) no está marcada la tremenda transición.

En cambio, es un acierto del autor desarrollar cierto paralelismo entre la pareja de Lupe y Loco y la que conforman Mosca y Mona, como si se nos quisiera demostrar que nadie está a salvo de cometer delitos. Un laboratorio casero puede ser montado en el propio hogar, se supone, como una burla del pequeño changarro y el negocio familiar de que hablan las autoridades y que en los excelentes discursos del maestro o promotor de ventas se transparenta con una inmensa carga de ironía. Es un hecho que lo que ha dado en llamarse narcomenudeo es un lastre social y es también un hecho que la falta de oportunidades para muchos jóvenes sin esperanza y, como sería este caso, de adultos desempleados y sin asomo de lograr trabajo ­aunque el personaje aquí es mostrado como un hombre perezoso y abusivo­ inclina a muchos a salirse de la ley.

Martín Acosta dirige en un espacio diseñado por Raúl Castillo ­responsable también del vestuario­ y que consiste en un largo pasillo central en el que el público se coloca a los dos lados, con mosaicos maltratados y de desigual color, con un desvencijado sillón en un extremo y en el otro la amplia boca de la coladera habitada por los chavos y con trampillas que por momentos muestran un excusado del lado de los jóvenes de la calle, elementos resaltados por la iluminación de Matías Gorlero. Son dos ámbitos igualmente desolados que terminan por contaminarse como se contaminan las dos historias, y Acosta traza escénicamente con su limpieza habitual y con su reconocida imaginación para dirigir: esas pompas del final, que alguien me dijo que en los años 60 y 70 del pasado siglo se identificaban con la droga, pero que de no ser así se pueden tomar como la futilidad de consumir ''piedra'' para escapar de una intolerable realidad, lo ratifican, así como el ''vuelo'' de Lupe y tantos momentos que no evaden la sordidez y la violencia.

Acosta cuenta con dos actores de primera línea, como son la muy versátil Emma Dib y Arturo Reyes ­con muchos trabajos con este director­ que logran hacer verosímiles a sus personajes, con actitudes y matices. Están los jóvenes Diana Fidelia, que avanza a paso veloz en su carrera, y Gabino Rodríguez, que realiza un buen trabajo actoral como Mosca, a diferencia de Adrián Ladrón, de gran agilidad corporal pero poco convincente como Huero. Bien Leonardo Zamudio como ese maestro que reproduce los discursos de los agentes de ventas, tras los que se trasluce la verdadera intención ilegal, y discreto Israel Ríos como el policía y el Sapo.

Hay que destacar que el público está acudiendo a las escenificaciones que se dan en el Centro Cultural del Bosque a pesar de la nula difusión que se hace, incluso a los de la Compañía Nacional de Teatro, de cuyos estrenos apenas nos enteramos.

 
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