Usted está aquí: viernes 17 de noviembre de 2006 Espectáculos La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil

El carnaval de Sodoma

ELOGIO DE LO grotesco. Lo grotesco: lo que es risible por su apariencia extraña y caricaturesca. La exhibición de lo grotesco en el cine de Arturo Ripstein de las últimas dos décadas (de El imperio de la fortuna a El carnaval de Sodoma, desde el inicio de su estrecha colaboración con la guionista Paz Alicia Garcíadiego) es profesión de fe, visión del mundo, sello estilístico y obsesión temática sin un disfrute cabal del espectáculo de esta sordidez, pocas cintas del director son medianamente soportables.

ANTES DE MOSTRAR cualquier densidad o interés dramático, los personajes emblemáticos de este cine ­la prostituta, el homosexual, el padrote, el cura, la lesbiana, el obeso, la fea, el evangelista, el naco, el político de cantina, la rata de burdel­ son primeramente esperpénticos, auténticos receptáculos sin fondo de la miseria humana. De ahí que los atisbos de emoción y ternura (muy escasos), los arrebatos pasionales (muy frecuentes) y los gestos de generosidad verdadera (sumamente raros) naufraguen en esta estética y dramaturgia ritual de la podredumbre. Poco puede sorprender que las cintas de Ripstein no tengan en México un público que pacientemente acepte verse así degradado; poco sorprende también que en alguna época (ya distante) este mismo cine pudiera gozar en el extranjero de los favores de un público o de una crítica de cine ansiosos de un pintoresco negro que confusa y erráticamente recordaba a Buñuel, y atribuía genio o talento a sus pretendidos seguidores.

LA IMPOSTURA DURO un buen tiempo, pero a medida que el cine latinoamericano, y en particular el nacional, dio muestras de una diversidad mayor y de un alejamiento de obsesiones temáticas tan complacientes, esta visión folclórica del muladar católico-mexicano perdió atractivo, y la aparición, por ejemplo, de un joven talento de la talla de Carlos Reygadas hizo que con sólo dos películas, Japón y Batalla en el cielo, aquel retablo de incontinencias se viniera abajo por completo.

EL CARNAVAL DE Sodoma insiste todavía en la obsesión de encerrar a un país y a su gente en el microcosmos de un burdel, de enclaustrar en un Royal Palace infestado de ratas a "este pueblo de mierda que sólo produce putas de tercera y cerebros de chorlito", a esas putas que "abren las piernas para que se les alboroten las telarañas en el chocho", apenas dos linduras más en el amplio registro verbal que desde hace 20 años asesta el maniático cine de Ripstein/Garcíadiego.

EN LA NUEVA CINTA se propone la imagen de un carnaval libertario, con celebración de la carne y el pecado, con odaliscas y faraonas, así como un grotesco inspector de higiene emulando a Travolta en medio de las ratas. Un carnaval de Sodoma, según la novela del dominicano Pedro Antonio Valdez, encaminado jocosamente a un desenlace apocalíptico. Lo inaudible de algunos diálogos limita en algo el impacto de la verborragia en este revoltijo de festín paródico, delirio blasfematorio y ociosas cantinelas ("El me mintió...", canta la española María Barranco emulando a Amanda Miguel). Hay algo nuevo: el tránsito que hoy elige Ripstein, del plano secuencia a los planos de montaje, sin duda agiliza la acción y multiplica los puntos de vista de las cinco historias entreveradas, pero esta decisión estilística apenas cambia la naturaleza inerte de la propuesta y su punto de salida y llegada: un cine tedioso empeñado en desperdiciar a sus actores transformándolos en comparsas de un viejo carnaval cada vez más a la deriva.

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