Usted está aquí: jueves 16 de noviembre de 2006 Opinión Democracia cristiana; ayer y hoy

Bernardo Bátiz V.

Democracia cristiana; ayer y hoy

En 1972, siendo secretario general del PAN, del viejo PAN que se negaba a ser definido como de derecha y que pugnaba por una reforma democrática de la estructura, asistí al Ifedec, Instituto de Formación Demócrata Cristiana, en Caracas, Venezuela, a un seminario sobre democracia participativa y conviví con los dirigentes de esa organización internacional, que se encontraba entonces en un momento brillante de su historia.

Rafael Caldera gobernaba Venezuela, Arístides Calvani era canciller y Herrera Campins dirigía el instituto; había partidos demócratas cristianos fuertes y bien estructurados en Chile, Argentina, Brasil, Centro América; los líderes del movimiento lo definían entonces como la "tercera vía", frente a los dos crudos materialismos que se enfrentaban aún en la guerra fría: el ruin capitalismo, fundado en la explotación de los trabajadores y en la acumulación feroz de la riqueza en las grandes corporaciones mercantiles, y enfrente, el socialismo real, perseguidor implacable de sus enemigos y negado por esencia a la democracia y a las libertades individuales.

Los partidos de derecha de entonces tachaban en Sudamérica a la democracia cristiana y en México al PAN de "marxismo con agua bendita", y en las luchas políticas estos partidarios de la tercera vía tenían su propio perfil y rechazaban la clasificación reduccionista de derechas e izquierdas. Estuvieron en México, en actos internos del partido, tanto Rafael Caldera, líder político de más alta jerarquía, como el ideólogo Arístides Calvani.

La democracia cristiana era la opción; "nuestra" opción para el rescate de "nuestra" América, como la definió el incansable Raúl Aguilar; se proponía dar un paso más allá de la democracia formal y avanzar por las sendas de la participación directa del pueblo en las decisiones fundamentales en la política y en la economía. Se buscaba democratizar a los gobiernos, con instituciones nuevas de democracia directa, que brincaran el formalismo excesivo de la democracia representativa y a los sindicatos, rescatándolos del control de los gobiernos y los partidos, hasta la empresa misma, por medio de la llamada cogestión, que no era sino la participación obrera en la dirección y, por supuesto, la copropiedad del capital por medio del accionariado para los trabajadores.

Hoy nos asombra que los herederos de los aguerridos partidos de inspiración social cristiana de América Latina, algunas de cuyas expresiones eran verdaderamente radicales en favor de la justicia social y distributiva de bienes y servicios, hayan elegido para dirigirlos por un trienio a un personaje salido de la más cerrada derecha, cercana al fascismo, sin asomo alguno de los valores defendidos por los principios ciertamente no comunistas, pero mucho menos capitalistas y pro empresariales, que abraza el actual PAN, tan distante y tan distinto del que recuerdo y en el que milité.

Puede ser que en Sudamérica no conozcan bien la ideología y la historia de quien acaba de ser electo para dirigirlos, o bien, que haya sido la corriente más conservadora de la democracia cristiana alemana la que ha prevalecido como influencia preponderante en los actuales militantes y dirigentes; lo que sea, lo cierto es que la abierta derechización del PAN, iniciada a mediados de los 80 y consolidada con la alianza con el gobierno de Carlos Salinas, no es una buena señal para los países latinoamericanos.

Significa el riesgo de un contagio pragmático de abandono de la doctrina a cambio de la adopción de métodos "eficaces", que los lleven al poder, aun poniendo en riesgo, como se hizo en México, la misma soberanía y la identidad nacionales, al adoptar como modelo a un gobierno de empresarios con los ojos puestos en Estados Unidos.

La adopción, como en México, de campañas de publicidad, con todos los recursos tecnológicos modernos y al costo que sea, para imponer un color, un emblema, un candidato fabricado por los creadores de imagen y, a cambio, abandonar propuestas, programas y fundamentos ideológicos, puede tratar de ser impulsada por el nuevo dirigente, quien sin duda contará, como contó en nuestro país, con todo el apoyo de los empresarios más poderosos y más insensibles, de aquí y de allende la frontera.

Caldera decía en 1960, cuando no había llegado aún al poder y combatía desde la oposición a la dictadura de su país: "Hay una justicia social que establece desigualdad de deberes para restablecer la igualdad fundamental de los hombres; esa justicia social existe en nombre de la solidaridad humana". ¿Estará el nuevo dirigente de la Organización Demócrata Cristiana de América, Manuel Espino, en esa sintonía? Creo que no: así como se desvirtuaron los principios panistas, así se corre el riesgo, ahora, de que la democracia cristiana se diluya en una derecha cada vez más ciega y cada vez más proclive a renunciar a nuestra esencia latinoamericana y a la utopía de una vida mejor y más digna para "todos" (como reza el olvidado lema panista), no sólo para los poderosos.

 
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