Usted está aquí: martes 14 de noviembre de 2006 Opinión Las guerrillas mexicanas

Luis Hernández Navarro

Las guerrillas mexicanas

Los bombazos del 6 de noviembre reabrieron el debate sobre la existencia de organizaciones armadas en México. La pregunta central que anima esta discusión es: ¿existen realmente esos grupos o son un instrumento del gobierno para descalificar movilizaciones sociales legítimas y justificar una política de mano dura?

El debate deja fuera al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que ha ganado una legitimidad y un estatus legal que no poseen las otras fuerzas. Se discute, fundamentalmente, sobre las organizaciones menos conocidas.

Las guerrillas son una realidad en la vida política nacional. Existen y actúan. Cuentan con armas, campos de entrenamiento, campamentos y casas de seguridad. Realizan trabajo de masas, y activistas cercanos a ellas actúan dentro de movimientos sociales. Algunas, incluso, no se oponen a la participación electoral, sino que, en ciertas circunstancias, la estimulan.

Las organizaciones armadas de izquierda tienen una larga historia, anterior aun al movimiento estudiantil-popular de 1968. De su larga marcha han obtenido una importante experiencia. Sus dirigentes distan de ser bisoños. El levantamiento zapatista de 1994 les dio aire. Han sobrevivido a las embestidas de los aparatos represivos del Estado en su contra y a la acción de los órganos de inteligencia. Saben moverse en la clandestinidad. Algunos de sus integrantes participaron en antiguos movimientos insurreccionales en América Latina.

Varias de ellas, con implantación fundamentalmente rural, han hecho de la autodefensa el centro de su acción. Otras, con mayor implantación nacional, han efectuado acciones de propaganda armada, explotando bombas y petardos o bloqueando carreteras.

Las guerrillas mexicanas no practican el terrorismo. El terrorismo busca inducir el terror en la población civil a través de una serie de actos violentos para obtener algún fin político o religioso. Las organizaciones político-militares que actúan en el país no atacan a la población civil. Enfrentan objetivos militares y destruyen bienes materiales, no atentan contra la vida de ciudadanos de a pie. Son, sí, grupos subversivos en la medida en que promueven el derrocamiento del gobierno por medio de la fuerza y la violencia.

El archipiélago guerrillero mexicano dista de ser homogéneo. Las distintas islas que lo integran tienen diferencias importantes entre sí, tanto por los objetivos que buscan como por los medios para alcanzarlos. Su relación dista de ser pacífica. En los últimos años se han producido fuertes choques entre algunas de ellas. El asesinato de Miguel Angel Mesino Mesino, integrante de la Organización Campesina de la Sierra Sur, es apenas un botón de muestra de la forma en que han enfrentado sus desavenencias.

El hecho de que las guerrillas hayan sobrevivido más de 40 años en nuestro país es un hecho que no puede soslayarse. Por un lado muestra cierta ineficiencia de los servicios de inteligencia. Por otro, evidencia que en la vida política y en la cultura nacional existen causas objetivas que permiten su reproducción.

¿Cuáles son esas causas? Una enorme franja de la población mexicana ha sido excluida de los beneficios del desarrollo y no cuenta con representación política real. Los agravios del poder hacia la gente sencilla son mucho más profundos e hirientes de lo que los medios electrónicos difunden. Las genuinas aspiraciones de movilidad social y de transformación de las instituciones se encuentran mucho más bloqueadas de lo que las elites reconocen. Los fraudes electorales son más recurrentes de lo que se acepta. La violencia y corrupción con la que se comportan los cuerpos policiacos y el sistema de procuración de justicia crean para quienes las padecen situaciones exasperantes y de enorme escepticismo hacia la ley.

La existencia de guerrillas no supone un desafío constante al Estado mexicano, de manera que no son pocos los gobernadores que encontraron en el pasado la forma de coexistir con ellas sin excesivos sobresaltos. Sin embargo, su capacidad para descarrilar procesos políticos no puede ser puesta en duda.

Esas organizaciones político-militares nada tienen que ver con la revolución bolivariana ni con Hugo Chávez ni con otros gobiernos de América Latina. Responden a la realidad del país, no a los intereses diplomáticos de otras naciones. Son resultado de procesos endógenos.

En contra de lo que usualmente se cree, conocer los hechos centrales sobre ellas no es labor imposible. El investigador Jorge Lofredo ha efectuado un minucioso trabajo de reporteo, análisis, documentación y difusión de sus actividades. Sus escritos muestran qué tan trasnochados andan algunos funcionarios públicos al hacer declaraciones sobre estos grupos.

Desde la izquierda se ha optado por descalificar las acciones guerrilleras presentándolas como actos de provocación efectuados por agentes gubernamentales. En lugar de explicar lo contraproducente que para el movimiento transformador del país resulta el uso de la violencia armada en momentos en que hay un extraordinario proceso de resistencias sociales, se le quiere desautorizar haciéndolos pasar como infiltrados.

Es evidente que los bombazos del 6 de noviembre no sirvieron en nada al movimiento oaxaqueño y, por el contrario, lo perjudicaron. Fueron una acción vanguardista, autoritaria y provocadora. No educaron a nadie en las supuestas virtudes de la violencia revolucionaria. Tampoco abrieron espacios a la lucha democrática. Sin embargo, quienes pusieron los explosivos no son guerrilleros manipulados por el Estado.

Las guerrillas están aquí. No se han ido nunca a lo largo de nuestra historia reciente. Sin embargo, la represión gubernamental en Lázaro Cárdenas-Las Truchas, Atenco y Oaxaca, y el fraude electoral contra Andrés Manuel López Obrador, les han dado un aire y un impulso insospechado. Más vale que nos acostumbremos a oír de ellas.

 
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