Usted está aquí: martes 14 de noviembre de 2006 Opinión Presidencia de la fuerza pública

Editorial

Presidencia de la fuerza pública

Mal comienza una presidencia pretendidamente democrática cuando, para tomar posesión, se ve obligada a amagar con "el uso de la fuerza pública", como anuncia el coordinador de los diputados gubernamentales, Héctor Larios, y como exige su colega del Senado, Santiago Creel, quien pide "aplicarles la ley con todas las sanciones" a quienes intenten impedir la realización de la ceremonia de toma de protesta de Felipe Calderón en San Lázaro el próximo 1° de diciembre, a los que acusa de realizar "amagos contra las instituciones". El signo de la imposición del orden mediante la fuerza es triplemente ominoso: porque en una democracia la convivencia se logra por medio de los consensos y de reglas acatadas por la generalidad de las fuerzas políticas, porque la imagen de un Congreso tomado por las fuerzas del orden se relaciona en forma inexorable con los visos de autoritarismo y poca tolerancia que ha dejado traslucir el político panista michoacano, y porque un gobierno que arranca respaldado en tanquetas y fuerzas antimotines se pone en evidencia, salvando la paradoja, como un gobierno inequívocamente débil.

Las acusaciones a la oposición por "violar la ley" y por "amagar a las instituciones" resultan poco convincentes, por lo demás, en boca de quien formó parte destacada de un equipo gubernamental que a lo largo de seis años ha degradado sistemáticamente la institucionalidad política del país, al servirse de ella con propósitos facciosos, y que ha violentado de manera permanente la Constitución Política en varios de sus apartados; las leyes federales, los códigos y los reglamentos. De poco sirven los llamados a respetar la dignidad del Congreso por parte de un entorno presidencial que se ha caracterizado, entre otras torpezas innumerables, por ejercer el Poder Ejecutivo en sistemática confrontación con el Legislativo y en constante ofensa a los legisladores. No será fácil que tengan eco los llamados a guardar las formas y el ceremonial republicano cuando procede del grupo de un mandatario que llegó al cargo alterando y desvirtuando esas formas y ese ceremonial. En otros términos, los panistas no pueden, en la hora presente, apelar a la fuerza de las instituciones porque ellos mismos, en su paso por el Ejecutivo federal, han debilitado y degradado la majestad de las máximas instancias públicas.

Por lo demás, los obstáculos en el camino de Calderón Hinojosa a la Presidencia no han sido sembrados por la oposición de izquierda, sino en primer término por el presidente Vicente Fox, quien logró, con sus injerencias indebidas en el proceso electoral de este año, restar credibilidad a la elección del 2 de julio; por los grupos de interés que intervinieron, también a contrapelo de la legalidad y sin ningún freno por parte de la autoridad electoral, para denostar a Andrés Manuel López Obrador y respaldar a Calderón Hinojosa; por la propia autoridad electoral, la cual dejó pasar todas esas irregularidades y realizó un recuento inverosímil de los sufragios, y por el tribunal electoral, que tomó nota de las adulteraciones al proceso, pero lo dio por bueno, en un acto de suprema incoherencia. Con esos antecedentes, era inevitable que el panista llegara a la toma de posesión marcado por la ilegitimidad.

Desde luego, ahora es demasiado tarde para recurrir a la negociación política, arte en el que, de todos modos, el grupo en el poder se ha mostrado particularmente inhábil. La vida política ha sido llevada a un callejón sin salida y los supuestos triunfadores del proceso electoral aparecen hoy como rehenes de sus aliados priístas, en jaque por las fuerzas de la izquierda y cercados, sobre todo y en primer término, por su propia ceguera, ambición y torpeza. En esta circunstancia, el recurso a la fuerza y a la represión no haría sino agravar un panorama de por sí dislocado, incierto y peligroso.

 
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