Usted está aquí: lunes 30 de octubre de 2006 Opinión Las fronteras, encuentro de soberanías

Gonzalo Martínez Corbalá

Las fronteras, encuentro de soberanías

En la noche del 12 de agosto de 1961 Alemania del este bloqueó 69 de los 81 pasos que había entre el territorio de Berlín oriental y el occidental, incluidos ambos dentro de lo que eran sus fronteras con Alemania Occidental, al término de la Segunda Guerra Mundial. De esta manera daba inicio lo que habría de ser un poco más tarde el Muro de Berlín. Para 1964, guardias con perros de asalto patrullaban día y noche ese lado, y para el año siguiente ya se habían construido 245 búnkers de concreto distribuidos a todo lo largo del muro. Cinco años más tarde se instalaron más de 30 mil armas automáticas estacionarias sobre las fortificaciones, y para 1983 las minas terrestres que se habían sembrado y las propias armas automáticas fueron desmanteladas, reforzando el muro con alarmas y reflectores especiales.

De esta manera, la que fue Alemania antes de la guerra quedó divida por un cerca de alambre de unos mil kilómetros de extensión, reforzada por sofisticados aparatos sensores y marcada por varias zonas de seguridad de acceso restringido. Se construyeron también zanjas para bloquear cualquier posibilidad de aproximación de vehículos que pudieran ser lanzados contra la barrera, lo cual ya era de suyo muy arriesgado por las ametralladoras instaladas en los búnkers, muy cercanos uno del otro, así como por la zona de seguridad que se delimitó dentro del territorio mismo del lado oriental, dentro de la cual los alemanes solamente podían vivir y transitar con permisos especiales de las autoridades militares designadas para el efecto

Quedaba, pues, dividido el territorio del país completo en lo que se llamó la Alemania del este, y la del oeste, así como su capital fue dividida en Berlín oriental y occidental, quedando los dos berlines tan artificialmente creados, incluidos en el territorio de Alemania del este. Alrededor de Berlín oriental la URSS desplazó 21 divisiones militares, y así quedaba constituida la República Federal de Alemania, en el lado occidental, y la República Democrática de Alemania frente a ella. Se afirmaba en aquella época que el muro sería más poroso a medida que hubiera más contactos que hicieran más fluida la relación entre Oriente y Occidente, en plena guerra fría, y había gran escepticismo acerca de si Berlín volvería a ser la misma de antes algún día. Estamos hablando de los primeros años de la década de los noventas.

La reunificación de Alemania se convirtió en el tema más recurrente tratado por los dirigentes de los países occidentales. Tres presidentes de Estados Unidos se pronunciaron en este sentido, desde Ronald Reagan en 1988, cuando lanzó el reto al premier Gorbachov de derribar el muro, hasta George Bush. John F. Kennedy visitó Berlín personalmente y pronunció su famoso discurso en el que en idioma alemán dijo: " Yo soy berlinés" (Ich bin ein berliner) y fue vitoreado por los alemanes que llenaban la plaza, y que en 1963 ansiaban que la reunificación de Alemania fuera una realidad.

Queda muy clara la incomparable realidad que se daba en aquellos años de la posguerra y de la guerra fría en Europa, en la que quedaban dos potencias militares disputándose la hegemonía mundial, y en la que todavía había mucho por decir y por ver, hasta que casi simultáneamente con la caída del Muro de Berlín se derrumbó estrepitosamente la URSS en 1a última década del mismo siglo en que se inició la revolución bolchevique, y allí empezó la nueva realidad en la que la hegemonía del siglo XXI habría de ser unipolar, como la estamos viviendo, y en tiempos marcados por la presidencia de George W. Bush, el hijo del presidente estadunidense que presenció -activamente, por cierto- el derribamiento del Muro de Berlín, y quien es ahora el mandatario de la mayor potencia mundial, que es nuestro vecino, y se supone es presidente de un país amigo del nuestro y que comparte con nosotros muchos intereses económicos, y aun políticos, en el escenario internacional; es él precisamente quien, para salvar un proceso electoral que se le presenta poco favorable, en el plazo muy corto de unas semanas pretende levantar un muro en la frontera con México para resolver el grave problema migratorio, que con los años se ha hecho muy complejo además.

Está muy claro que una frontera es el espacio en el que se encuentran dos soberanías nacionales, y que hay que hacer algún esfuerzo para conciliar los intereses que impone a los dos gobiernos la integridad irrenunciable de las soberanías populares, cuya custodia es de la responsabilidad de los mandatarios de ambos lados de la frontera. Pero está muy claro también que la dimensión que corresponde a un proceso electoral que definirá de aquel lado la relación del Ejecutivo con el Congreso es completamente coyuntural y no tiene relación directa con su soberanía, sino más bien con el interés del gobierno actual, y que de este lado, la sombra del muro, de nueve metros de alto, habrá de proyectarse a todo el país y también habrá de quedar allí para no poder derrumbarse en muchas décadas -por decir lo menos- como un vergonzoso testimonio de la falta de sentido histórico de aquel lado, y de éste, de la impotencia para superar las condiciones económicas que mantienen sometido a nuestro pueblo a la más humillante pobreza, que constituye un problema, que, éste sí, ya es de dimensiones históricas para vergüenza de todos los mexicanos.

Que habrán de prevalecer incólumes las dos soberanías: la de Estados Unidos y la nuestra, la de México, es absolutamente cierto e incontrovertible. Pero la solución a lo que hasta ahora se plantea como un grave desencuentro de dos países amigos, debido a las circunstancias que se dan en ambos lados de la frontera, en tiempos de paz debiera ser el lugar de encuentro amistoso de dos realidades muy distantes en el terreno de la economía y quizás de la historia también, pero muy cercanos, mucho muy cercanas, en la geografía.

No olvidemos, de ningún lado de la frontera, estos hechos.

 
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