Usted está aquí: domingo 29 de octubre de 2006 Sociedad y Justicia EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Los papeles de la muerte

El pueblo creció hacia todos los rumbos, excepto al sur. Allí está el cementerio. Lo sombrean toda clase de árboles: chopos, ailes, sabinos, enebros, yucas, hules. Nadie sabe quién los sembró ni cómo pueden convivir especies tan diferentes. Al respecto, el padre Escontría dio una explicación: "Es la metáfora de que en el momento de llegar a los terrenos de la muerte todos somos iguales". Con esas palabras empezó su oración ante el cadáver de doña Rita. El único que aún las recuerda es su nieto Amado Salas.

La capilla del cementerio ocupa el centro de una loma y desde ese punto, en diagonal, se distribuyen las tumbas. La de Rita, erigida en 1982, está sobre la margen derecha del río de piedras. Las hojas caídas de los árboles quedan atrapadas entre las lajas. Cuando el viento sopla les arranca rumores extraños, filosos, que despiertan la imaginación fúnebre de los lugareños.

En su mayoría son ancianos. Habitan en casas de adobe que en sus orígenes fueron de una sola planta. Con las remesas de los maridos, esposas, hijos y hermanos que se fueron a Estados Unidos, los lugareños levantaron cuartos adicionales donde los emigrantes pudieran alojarse el día de su retorno. Las construcciones fueron quedando inconclusas a medida que la población envejeció, perdió fuerzas y también la esperanza de recibir a los viajeros.

II

En 1983 Amado hizo planes para abordar al paso el tren del norte. En el intento cayó al suelo y estuvo a punto de ser arrollado. El accidente y los consejos de sus amigos cambiaron sus planes: viajó a la ciudad de México para recibir atención médica en algún hospital. Al cabo de un año, cuando lo dieron de alta, tuvo que resignarse a llevar una ligera comba sobre la espalda y una pierna rígida. Se olvidó del norte y buscó trabajo. Lo obtuvo en una jarciería por rumbos de La Merced. El sueldo era mínimo, pero a cambio su patrón le brindó la oportunidad de quedarse en el expendio, donde también vivían la esposa del dueño y sus tres hijos.

Por las noches, para aislarse de rumores y llantos, Amado encendía la radio de transistores. Las canciones que escuchaba las había cantado con su abuela Rita: ella fue su madre, su padre, su única familia. La idea de que estuviera abandonada en la última tumba del panteón lo determinó a volver al pueblo. Su plan era quedarse allí el tiempo necesario para arreglar la sepultura, rodearla de flores y cubrirla con una loza de granito.

III

El 24 de octubre de 1988, recién cumplidos los 25 años, Amado regresó al pueblo. Caminó de la estación al cementerio. La reja que lo rodeaba había perdido tramos, la puerta era batida por el viento, los troncos de los árboles empanizados de polvo semejaban fantasmas. Desvió la mirada hacia el caserío apenas salpicado de humaredas.

Vistas desde la altura, las construcciones, que años atrás habían quedado interrumpidas a la mitad de un cuarto, un patio, una terraza, hicieron que Amado imaginara un desfile de monstruos. Renqueando, descendió la falda de la loma hasta el río de piedras. La tumba de su abuela era apenas un bordo cubierto de hojarasca. Amado la retiró con sus manos mientras entonaba las canciones predilectas de Rita. Se despidió de ella, bajo promesa de regresar a la mañana siguiente.

En vez de salir al camino real, Amado avanzó por el lecho del río de piedras. El peligro de resbalar sobre las lajas le revivió la emoción que sentía cuando era niño y al salir de la escuela Leona Vicario iba con sus amigos a cazar pájaros. Intentó recordar los nombres y apodos de sus compañeritos: Diego La Píldora, José El Toro, Darío El Meco y Nicandro El Pinto.

Todos habían salido del pueblo para buscar empleo en la capital o para reunirse con los familiares que trabajaban en Estados Unidos. Cada vez que iban a las estación para despedir a algún vecino, su abuela Rita se angustiaba ante la posibilidad de que su nieto quisiera irse también. Amado la tranquilizaba, le aseguraba que jamás iba a dejarla y a cambio la hacía prometerle que ella iba a vivir por lo menos 100 años.

Rita murió al cumplir 98. Aunque hacía mucho tiempo que Amado aceptaba la imposibilidad de la vida eterna, se sintió defraudado por su abuela y decidió pagarle con la misma moneda: planeó su viaje al norte. Lo frustró el accidente.

Mientras caminaba por el río de piedras, Amado recordó su larga estancia en el hospital. Sin parientes ni amigos que lo visitaran, los domingos le resultaban eternos y lo hacían pensar en su abuela abandonada en la sepultura.

IV

Bajo el último sol de la tarde parecían incendiarse las construcciones inconclusas. En sus quicios deformes, en sus ventanas desbocadas, Amado encontró presencias y rostros conocidos, pero marcados por el tiempo. El trayecto desde la entrada del pueblo hasta el único hotel, Los Flamboyanes, se prolongó durante horas. Avidos de conversación, los viejos lo retenían con evocaciones de su abuela Rita, pero sobre todo con la descripción de sus achaques y el peor de sus males: el abandono.

Temían morir solos, sin nadie que les cerrara los ojos ni informara de su muerte a los familiares que radicaban en Estados Unidos. Desde hacía mucho tiempo -pero sólo a finales de octubre, en vísperas del Día de Muertos-, los emigrados llamaban a la agencia telefónica para pedirle al encargado en turno que citara a sus parientes, o bien pusiera un mensaje sobre la tumba de los que hubiesen muerto.

Cuando Amado regresó al pueblo, Adelina Muñoz atendía la agencia. Anciana, sorda, reumática, rara vez alcanzaba a descolgar el teléfono antes de que se interrumpiera la comunicación. A Pablo Torres, que vislumbraba la proximidad de la muerte, se le ocurrió la idea de pedirle a Amado un favor: que permaneciera en el pueblo hasta el 4 de noviembre, día en que por lo general cesaban las llamadas desde Estados Unidos.

Amado aceptó por deferencia hacia don Pablo, antiguo enamorado de su abuela Rita. Planeó dedicar al arreglo de su tumba las primeras horas del día y el resto a la agencia telefónica, pero insistió en que antes le pidieran su opinión a doña Adelina. Aislada en su sordera, ella se limitó a sonreír y a mostrarle a Amado dos cuadernos: en uno estaban escritos los nombres de las personas fallecidas y en otro los de quienes sobrevivían. Por el momento, Amado no comprendió la utilidad de aquellos registros.

V

Amado se presentó en la agencia a las 10 de la mañana. Doña Adelina le dijo que ella atendería la primera llamada para enseñarle cómo funcionaba el servicio. A las 11 sonó el teléfono. Doña Adelina se alegró de escuchar la voz de Domitila Sánchez y en seguida revisó sus cuadernos: "Siento decirte que tu padrino Melquiades ya descansa en paz. Falleció el 8 del mes pasado. ¿Qué quieres decirle?" Tomó una hoja de papel, escribió el mensaje y prometió llevarlo a la tumba antes del 2 de noviembre.

La segunda llamada iba dirigida a Pablo Torres. Adelina se alegró de informarle a su nieto Rafael que su abuelo seguía con vida y el muchacho le envió disculpas y promesas: "Dígale que para diciembre voy a mandarle unos centavitos y que en cuanto pueda regresaré para que conozca a su bisnieta Dorothy Marlene".

Como siempre, a las seis de la tarde la agencia suspendió el servicio. Doña Adelina le entregó a Amado los mensajes para que los distribuyera. Esa misma noche él repartió los que podía entregar en propia mano. Eran mínimos en comparación con los que debía llevar al camposanto para dejarlos sobre las tumbas recordadas.

VI

La noche del primero de noviembre un viento helado obligó a los pocos moradores del pueblo a replegarse en sus casas y a cerrar las ventanas. En las calles sólo se escucharon los pasos de Amado rumbo al cementerio. Desde lejos vio parvadas blancas sobre las tumbas. Al acercarse comprobó que los que sobrevolaban no eran pájaros, sino los papeles donde había escrito los recados para los muertos.

En la oscuridad, con sus condiciones físicas, le costó mucho trabajo atrapar los papeles al vuelo. A esas horas era difícil identificarlos y dejó esa tarea para la mañana siguiente. Pasó la noche pensando en cómo evitar que otros ventarrones desviaran los mensajes de su destino y al fin encontró la solución: prensarlos con lajas del río de piedras.

El 3 de noviembre, cuando terminó su trabajo, se detuvo junto a la capilla del cementerio para mirar por última vez las tumbas donde, inmovilizados bajo las piedras, los papeles se agitaban con un rumor muy leve. Imaginó que sonarían distinto bajo la lluvia, que de seguro iba a borrar las palabras escritas en ellos. Entonces los muertos descenderían a otro círculo del olvido. Amado se propuso evitarlo.

Se quedó en el pueblo, cada vez más solitario. Algunas tardes, para distraerse, acude al cementerio, retira las lajas y permite que el viento desvíe los recados y confunda sus destinos. Lo alegra pensar que sobre las tumbas de los que murieron solos, enfermos, locos o prisioneros, caen papeles con frases que en vida jamás escucharon: "Te quiero", "Te extraño mucho", "Pronto volveremos a verte", "Aunque esté lejos, nunca te olvidaré"...

 
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