Usted está aquí: jueves 26 de octubre de 2006 Política La izquierda a la hora de la reforma social

Adolfo Sánchez Rebolledo

La izquierda a la hora de la reforma social

Curiosamente, el desenlace del 2 de julio, lejos de conducir a una revaloración generalizada del papel y la influencia de la izquierda en la vida pública, ha desatado en ciertos círculos que se dicen democráticos una oleada crítica tan sólo comparable a la que se puso en marcha contra Cárdenas y los suyos a principios de los años noventa, cuando a los errores de interpretación política cometidos por el naciente PRD se añadieron la represión selectiva oficial, la manipulación de los programas sociales y una intensa campaña ideológica contra la "violencia" que tenía como único objetivo desmovilizar el impulso democratizador del 88.

En ese tiempo, la situación se polarizó rápidamente y el nuevo partido adoptó una línea de resistencia heroica contra la ilegitimidad del gobierno, pensando que el aislamiento y debilidad del usurpador sólo podía profundizarse sin remedio antes de que éste pudiera gobernar en serio: en realidad, para muchos había sonado la hora de la Revolución Democrática, sin salir del marco constitucional, pero en un clima de crecientes y desiguales confrontaciones con el poder.

En lugar de aprovechar la fuerza ganada en los comicios para impulsar la transición a la democracia mediante un proceso gradual de reformas, se creyó posible el "desplome" del sistema, lo cual hacía innecesario incluso el Gran Acuerdo Nacional para la Democracia, que no prosperó. Pero muy pronto se develaron las enormes limitaciones de dicha estrategia y ya en las elecciones intermedias de 1991 la votación del PRD cayó dramáticamente junto a su influencia social y política, estigmatizado por el régimen, que no abandonará por ello la represión.

Carlos Salinas de Gortari, gracias a su oportuna alianza con el Partido Acción Nacional, halló la vía libre para hacer su propia reforma del Estado, esto es, un ajuste mayor dirigido a crear una nueva inserción de México en la globalización, privilegiando el papel de los empresarios y la inversión privada aprovechando los amplios márgenes de acción que le aseguraba la crisis del viejo estatismo "revolucionario".

La reforma económica liberal se impuso desde arriba, acordando la agenda con los poderes fácticos, pero sin pasar por la democratización efectiva de la vida pública, exprimiendo así hasta la última gota del presidencialismo autoritario que terminó por fundirse con la persona del mandatario. El país se vio envuelto en una vorágine de ilusiones "primermundistas", a pesar de la cauda de exclusión y marginalidad que la modernización dejaba a su paso, marcando el futuro. Cierto es que al final a Salinas le pasó lo que Sternberger dice que le ocurrió al príncipe Boris Goudunov, pues "ninguna obra puede compensar, por impresionante que sea, la legitimidad que falta, ni encubrir la legitimidad dudosa".

En 1997, la derrota moral del salinismo se confirmó con la victoria política de Cárdenas en la capital. La izquierda recuperó terreno.

La era de Salinas concluyó en un desastre total, pues si bien sus secuelas obligaron a acelerar el paso de la transición, su huella se mantuvo en la política económica y en otros objetivos asumidos desde entonces como verdades inmutables, como por ejemplo la creencia de que la globalización exige estados débiles y ausentes, mucho comercio y poca cooperación internacional, o la idea de que la cuestión social es una variable económica cuya reforma no exige tocar el orden político; en fin, una noción oligárquica de la "unidad nacional" asentada en la aceptación incondicional de los supuestos programáticos del liberalismo económico disfrazados con un barniz "social".

Hoy, al calor de los acontecimientos, se percibe cierta nostalgia por aquellos días en el ánimo de empresarios e intelectuales que quisieran revivir esa alianza estratégica con el poder, como se observa en el lamentable asunto oaxaqueño, aunque el horno nacional ya no está para esa clase de bollos, menos si con ella se pretende resolver la crisis que se avecina.

Por lo demás, predicar el acuerdo como fórmula mágica sin definir explícitamente un cambio de rumbo, como hace Calderón, o sin reconocer explícitamente el nuevo papel de la izquierda, es, sencillamente, suponer que nada ha pasado en México. No dejan de ser preocupantes, por ello, los continuos llamados provenientes del entorno calderonista pidiendo la aplicación inmediata de una política de orden y legalidad, es decir, que se reprima primero y luego (si alguien queda) se negocie, camino irresponsable si los hay en un país donde las instituciones, como ya se ha visto, están lejos de ser un modelo de funcionamiento.

La izquierda, por su parte, tiene pocos motivos para suspirar por el pasado. Hoy gobierna buena parte del territorio y la población nacionales y ese solo hecho determina su actuación pública, las relaciones dentro y fuera del Estado y con la sociedad civil. De lo que hagan o dejen de hacer sus representantes en los congresos, tanto locales como federal, dependerá la emisión de leyes más justas; tiene a su favor la capacidad de movilización organizada y el liderazgo para oponer a las políticas antipopulares un gran frente de resistencia que apunte a la creación de un nuevo bloque hegemónico portador de una nueva iniciativa histórica.

La batalla por los símbolos, por trascendentes que éstos sean, no puede sustituir la formulación clara, concreta, de una compleja política de reformas para el México de hoy, sin maximalismos, para ganar la mayoría que hará factible la transformación de nuestra sociedad tan desigual e injusta. Ha llegado la hora de la cuestión social.

 
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