Usted está aquí: jueves 19 de octubre de 2006 Opinión Hannah Arendt en su centenario

José María Pérez Gay/ III

Hannah Arendt en su centenario

Ampliar la imagen "No debemos alimentar esa igualdad que arroja por la ventana todas las diferencias naturales y necesarias porque esa igualdad es la más franca desigualdad. Nadie nos hizo iguales, sino muy desiguales. La única igualdad es la igualdad ante la ley" FOTOTomada del libro Hannah Arendt, For love of the world

Durante los años en Francia (1933-1941), Hannah Arendt pensó escribir una obra más extensa sobre el antisemitismo. Dos acontecimientos determinaron que Arendt, por esos días editora de libros en Nueva York, se haya detenido unos años en el estudio sobre los orígenes del totalitarismo. En primer lugar, la Conferencia de Biltmore (1942), cuyos resultados -la inmigración judía sin restricción a Palestina- hicieron que Arendt abandonara la convicción de que el sionismo fuese el espacio más adecuado para la actividad política de los judíos parias. En segundo, las noticias que habían llegado desde Alemania sobre el exterminio de millones de judíos en los campos de concentración nazis. El totalitarismo, que sólo se conocía en la forma del estalinismo, celebraba su segunda victoria con el Tercer Reich.

Hannah Arendt se impuso una tarea difícil: la materia de la obra era tan complicada que los métodos tradicionales de la historiografía no le auxiliaron. La edición original en tres volúmenes se llamaba Los orígenes de la vergüenza: antisemitismo, imperialismo y racismo. Después se llamó Las tres columnas del infierno, una historia del totalitarismo antes de titularla: Los orígenes del totalitarismo.

Según Hannah Arendt, en la historia moderna el destino de los judíos está unido al destino del Estado nacional, que no es más que la expresión política de un fenómeno social, cuyo origen podemos fechar en la modernidad.

Hannah Arendt deduce los conceptos de social y político de la "polis" griega, una idea de la "polis" muchas veces idealizada y romántica, pues no toma en cuenta las distintas circunstancias históricas, y separa dos espacios irreconciliables de la "polis": el privado o económico y el público o político.

En el centro del mundo económico, donde se desconoce la libertad, dominan la subsistencia y la familia; aquí satisfacen los individuos sus necesidades más vitales y necesarias. Ninguna de las actividades del mundo de la subsistencia tiene un papel importante en el mundo político.

Por otra parte, el bienestar -es decir: la segura satisfacción de las necesidades vitales- nunca ha sido una condición necesaria en el mundo de la vida pública. Sin embargo, el Estado nacional emerge como una zona donde nuestros intereses privados tienen un valor público: la sociedad. Aquí la "polis" se ha puesto de cabeza, dice Hannah Arendt.

La subsistencia -que en el mundo de los griegos era un asunto privado e impolítico- había llegado a convertirse en cosa pública y política. La dimensión social es una suerte de espacio de subsistencia tan grande como el de toda la nación. Por eso cambia el significado de la política.

En la "polis" griega, los asuntos públicos podía arreglarse mediante la palabra, que podía persuadir a los demás, y no por la coerción y la violencia, los ciudadanos, libres de las preocupaciones y los intereses económicos habitaban, nos dice Arendt, en un espacio libre de poder y dominio. En la modernidad, la política tiene como función central el poder y el dominio al servicio de la satisfacción de los intereses económicos.

En el Estado nacional, la libertad y la igualdad cobran un nuevo significado. Por su naturaleza, pensaba Arendt, los hombres no eran iguales, y por esa razón necesitaban una refundación de la "polis", que mediante la ley los convirtiera en ciudadanos en igualdad de condiciones. Sólo la fundación de una comunidad política podía garantizar el espacio público de la libertad.

Por otro lado, la libertad y la igualdad comienzan a existir sólo cuando los individuos se libran de las coerciones de la subsistencia. Sin embargo, en la sociedad moderna la libertad y la igualdad sólo pueden darse más allá de la profesión y el cuidado de la subsistencia diaria. "La libertad individual es el derecho más sagrado de todo ciudadano, escribe Hannah Arendt, "un derecho que le asiste por igual a los pobres que a los ricos. Ustedes conocen el evangelio democrático: la igualdad ante la ley. Hay que escucharlo y retenerlo, porque aquí se encuentra la médula de la libertad, el corazón de un futuro inmejorable. Pero debemos protegernos de los falsos profetas que hablan de la igualdad perfecta, la del inteligente y el tonto, la del pobre y el rico, la de la chusma y los ciudadanos trabajadores."

No debemos alimentar esa igualdad que arroja por la ventana todas las diferencias naturales y necesarias, dice Arendt, porque esa igualdad es la más franca desigualdad. Nadie nos hizo iguales, sino muy desiguales: cada uno será medido de acuerdo con su medida. La única igualdad es la igualdad ante la ley.

Arendt vio el peligro de la igualdad también en la ciencias exactas, la economía y las estadísticas: "el predominio del cálculo en las empresas de los seres humanos lo uniforma todo, destruye el significado de lo único e irrepetible en nuestros actos".

El triunfo del antisemitismo moderno o político se debía, según Hannah Arendt, tanto a la decadencia del Estado nacional como al fin de la influencia judía en ese Estado. Arendt distingue muy bien la diferencia entre influencia y poder; sobre todo el papel de los judíos privilegiados en el mundo de las finanzas, cuya influencia se debía a la ley medieval que prohibía a los cristianos recaudar los intereses, una prohibición que provenía del Antiguo Testamento, y que ofreció a los judíos la irrepetible oportunidad de entrar de lleno al negocio, al parecer improductivo, del dinero.

En los estados nacionales, los llamados judíos de la corte se hicieron ricos cobrando comisiones. El banquero de la reina de Inglaterra era judío; pero también los ejércitos de Cromwell eran financiados por judíos. La palabra "judío de la corte" (Hofjude) describía a un financiero que colocaba a disposición del soberano una cantidad de dinero necesaria para tareas de administración o de empresas personales.

A los judíos privilegiados por sus operaciones financieras -a Hannah Arendt le interesan más que la población masiva judía- no les importaba su emancipación, pues la igualdad ante la ley les habría arrebatado sus prerrogativas.

Arendt no sólo afirma que los judíos, después de la destrucción de su propio Estado -en los 2000 años de diáspora-, nunca tuvieron poder político, sino también estaba convencida de que nunca les interesó el poder, ni aun cuando casi lo tuvieron en las manos.

La decadencia del Estado nacional es el resultado de la crisis del sistema capitalista, que lleva al imperialismo -dice Arendt- y se alimenta a su vez del racismo más intolerante.

En su crítica al capitalismo, Hannah Arendt distingue, por un lado, posesión y propiedad; por el otro, ganancia y lucro. Sostiene la idea de la "polis" griega: la propiedad es la condición necesaria de la libertad, y rechaza la visión de los tiempos modernos: la ideología del lucro y la ganancia.

En su origen, la tarea del Estado era proteger la propiedad; sin embargo, más tarde la tarea fue proteger la acumulación del capital. Según Arendt, el proceso de acumulación del capital se puso en marcha porque se desatendió la propiedad privada. Al principio del desarrollo del capitalismo prosperaron una cantidad increíble de expropiaciones -la expropiación de los campesinos, las expropiaciones de las iglesias y los monasterios después de la Reforma.

"El punto decisivo de las décadas de 1860 y 1870 -durante las que despegó el imperialismo- radica en que se obligó a la burguesía a comprender por primera vez el pecado original del simple latrocinio -que siglos atrás había facilitado la acumulación originaria del capital, y que había reiniciado toda acumulación ulterior-, que debía repetirse, escribía Hannah Arendt, una y otra vez bajo la amenaza de que el motor de la acumulación se desintegrara de pronto." Ante este peligro, que no sólo amenazaba a la burguesía, los productores capitalistas entendieron que las formas y las leyes de su sistema de producción desde un principio habían sido calculadas para toda la Tierra: el proceso de globalización estaba también en marcha.

Arendt menciona dos razones que facilitaron el desarrollo del imperialismo europeo, cuyo momento culminante sitúa entre 1884 y 1914. Una de las razones es sicológica: los ciudadanos europeos del siglo XIX habían sido llevados por el terror a la pobreza rumbo al bienestar; por esa misma razón seguían produciendo. La segunda es económica: el mismo capital no tenía ya las posibilidades de invertir en Europa, la economía expansiva llega a los límites del Estado nacional; así las cosas, lo presiona para saltar por encima de sus propias fronteras y mantener el crecimiento económico. El Estado que protege primero la propiedad dentro de sus fronteras protege después la acumulación y ahora se dispone a trasladar el capital a sus territorios conquistados, sus colonias.

El Estado protege militarmente sus inversiones en las colonias; sin embargo, es imposible que los nuevos territorios se incluyan en la madre patria.La nación, dice Hannah Arendt, no puede establecer imperios, porque su concepción política se basa en una triple pertenencia: territorio, pueblo y Estado. Por eso encontramos administraciones coloniales separadas de las instituciones de sus respectivas madres patrias.

A Hannah Arendt no le interesa si los ingleses eran empleados administrativos, si los franceses trasladaron su estado de derecho nacional, las constituciones y las leyes a sus colonias. Los colonizadores blancos se encontraron con una población de color en la mayoría de los casos, la consideraron racialmente inferior y la sometieron a una explotación incesante. El racismo es un producto alterno del imperialismo, la antesala del totalitarismo.

Hannah Arendt vio en el caso Dreyfuss una premonición del desastre que vendría después: el origen de la plebe y sus relaciones con los "intelectuales". Aunque por un lado no hace ninguna clara diferencia entre la plebe en los tiempos de las revoluciones francesa o estadunidense; y por el otro la plebe que acosaba a los jueces del caso Dreyfuss y la que llevó al totalitarismo al poder.

El juicio a Dreyfuss anticipa el nacimiento del totalitarismo. Al tolerar el grito: "¡Muerte a los judíos, Francia a los franceses!", los gobernantes encontraron por fin la gran varita mágica: reconciliar a su majestad la plebe, el gran tirano de nuestra época, escribe Arendt, con la sociedad existente y su forma de gobierno. La plebe antisemita del tiempo de Dreyfuss no estaba determinada por intereses de una clase social, se parecía más bien a una gran masa amorfa, soliviantada por intelectuales demagogos, artistas y letrados. Pero en Alemania faltaba el terror antisemita y su pregonero mayor: Adolf Hitler.

 
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