Usted está aquí: martes 10 de octubre de 2006 Opinión Biografías (II): Fray Servando

Teresa del Conde

Biografías (II): Fray Servando

Las biografías sobre personajes históricos tienen amplia aceptación entre varios sectores del público lector, y más si a la casi exhaustiva fundamentación documental por parte del autor se añade talento narrativo, capacidad crítica, sentido del humor e inclusive irreverencia hacia el biografiado, cosa que no cancela ni la admiración al personaje (de otro modo no se abordaría) ni la verosimilitud con los hechos.

En México no tenemos suficiente tradición en este género, pero hace cerca de dos años apareció el espléndido libro de Christopher Domínguez Michael (reimpreso en 2005) que con toda razón mereció el Premio Villaurrutia. Me ocupo de comentarlo brevemente ahora, porque desde que apareció en coedición Era- CNCA-INAH lo leí y releí con fruición y porque el 18 de este mes se cumplen 241 años del nacimiento de quien firmó el Segundo Congreso Constituyente de 1824. Después de tres años murió el dominico, quien intentó secularizarse, no sin haber convidado al presidente de la República: José Guadalupe Victoria, a todos sus ministros y a Nicolás Bravo a su recepción del Santo Viático, según relación que don Artemio del Valle Arizpe retomó describiendo una escena de ''cómica y perturbadora belleza".

Fray Servando es personaje fascinante y así está descrito a partir del famoso discurso en la Colegiata de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794, basado en la clave general de jeroglíficos mexicanos -Coatlicue y a la Piedra del Sol- descubiertos en el curso de las excavaciones de 1790-1791. Fue el primer trabajo de campo de la arqueología nacional que Servando, doctor teológico por la Real y Pontificia Universidad de México, descifró -a partir de José Ignacio Burunda- ligando la aparición guadalupana a una antigua leyenda que supuso la predicación de Santo Tomás, bajo la figura de Quetzalcóatl, en nuestras tierras.

El origen de la Virgen del Tepeyac estaba allí, según Servando y no en la fincada tradición de las apariciones, ya cuestionada por entonces, debido a su ''peligrosidad" que la haría desembocar en emblema independentista, tal como lo vió el arzobispo Núñez de Haro, quien por dos meses fue tanto arzobispo como virrey en 1787, tras la muerte de Bernardo de Gálvez.

Corre por las páginas del libro la presencia ineludible de don Edmundo O'Gorman (ahora objeto de homenaje) cuyo Destierro de sombras todos sus discípulos, directos e indirectos estudiamos. Christopher muestra algunos desacuerdos con el maestro. El principal cuestionamiento que le hace está en la postura historicista de éste.

Don Edmundo conjetura una conspiración, debido a que se excede en el ejercicio de una virtud historiográfica que exige que cada acontecimiento histórico -nada menos que la Independencia de México- goce de antecedentes verificables: la disidencia criolla habría utilizado al fraile como anzuelo, ''cosa posible, pero no comprobada".

Recuerda además el autor que hubo quienes se suicidaron (bajo la amenaza de ser quemados vivos en la hoguera inquisitorial) acusados de cizaña e infidelidad, debido a sus simpatías republicanas.

De no haber sido una personalidad importantísima en la historia americana, fray Servando sería recordado como ''un gran escritor, el primero entre nosotros que memorizó su vida como literatura (...)" Eso no equivale a que el doctor Mier se hubiera propuesto, siquiera imaginar, que sus palabras fueran a convertirse ''en verdades absolutas para la mayoría de sus biógrafos y comentaristas". De sus escritos nace una figura que se encuentra en las fronteras barrocas entre la autobiografía y la ficción, un poco al modo de Casanova, se nos advierte. El veneciano se sirvió de la rica tradición galante y el padre Mier adoptó la escritura picaresca. En todo caso, ''la mentira romántica es la más apetecida de las narraciones".

Un atractivo más concierne a los periplos de fray Servando en Europa, sus escapes de prisiones, tanto que ''el más conspicuo de los criminales poco hubiera podido enseñarle al viejo pícaro que pasó, descontando las salutíferas fugas vacacionales, más de una década de su vida preso en todas las variedades de la reclusión civil, militar y eclesiástica de la época".

No era tan viejo fray Servando. En el presidio de San Juan de Ulúa, donde llegó el 2 de agosto de 1820, tenemos a un hombre de 57 años, ''criatura indomable, casi monstruosa por su fuerza y astucia, que el novelista Reinaldo Arenas percibió". El narrador cubano recreó a fray Servando en El mundo alucinante (1968).

En materia de teatro, me resulta imposible no mencionar a Flavio González Mello con 1822. El año en que fuimos imperio. Además de fuente confiable, el contenido del volumen de 800 páginas es tan ágil que se lee de un tirón. Es de la misma calaña que el Wilde, de Richard Ellman, o el Wittgenstein, de Monk.

 
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