Usted está aquí: lunes 9 de octubre de 2006 Cultura Emiliano, hijo del arcoiris y la esperanza

Hermann Bellinghausen

Emiliano, hijo del arcoiris y la esperanza

Tristes noticias llegan de Chiapas. Murió "el" Emiliano, un joven tzeltal y zapatista. Esas personas que la vida regala cuando se pone espléndida. Porque en este mundo hay, contra toda oscura evidencia, motivos para la esperanza. ¿Se puede ser joven y sabio? No siempre, pero es el caso. En algo más de 20 años de existencia, Emiliano tuvo tiempo para participar en la fundación de un pueblo nuevo, llamado mágicamente Moisés Gandhi. Y no sólo eso: perteneció al concejo autónomo del municipio Che Guevara y a la Junta de Buen Gobierno Corazón del arcoiris de nuestra esperanza. No creo exagerar si digo que fue una de las personas más brillantes y generosas que he conocido.

Sólo pensaba en aprender. En ser útil. Vivió para servir a su pueblo, que en su caso significaba servir a México. A todos nosotros, pues. Y con cruel justicia poética murió una noche de lluvia, aprendiendo. Porque no perdía el tiempo. Dice la carta de las montañas: "Tenía tanta pasión por la lectura que no podía despegarse del foco para poder seguir leyendo y le cayó un rayo. Su papá dice que murió tan pronto porque era demasiado bueno y las personas así no duran mucho en la Tierra".

Quien lo conocía no podía sino sentir una fuerte impresión. Diga si no el lector. Corría el año 2001, comenzaban el gobierno chiapaneco de Pablo Salazar Mendiguchía y el federal de Vicente Fox, y con ellos, una discreta esperanza de que las cosas podrían mejorar en esa guerra de "baja intensidad" que aún hoy sigue su curso. Con la llegada al poder estatal de una coalición que incluía al PRD, muchos indígenas fueron arrastrados a un nuevo tipo de contrainsurgencia, que dolorosamente podemos llamar fraterna. Como otros centros de población nacidos de la ocupación indígena de ranchos y haciendas ganaderas, Moisés Gandhi fue fundado por bases de apoyo del EZLN y también familias simpatizantes de otras organizaciones, hasta entonces independientes, como la Orcao (Organización Regional de Cafeticultores de Ocosingo).

Entonces se suscitó el primero de muchos conflictos que marcarían aquella etapa de la resistencia. El nuevo gobierno decidió promover la "titulación" particular de las tierras comunales allí y en otras zonas de Chiapas. Al creerse "gobierno", los dirigentes neoperredistas decidieron traicionar los acuerdos que habían permitido crear decenas de comunidades campesinas sobre las tierras recuperadas gracias al levantamiento zapatista.

Todo comenzó con un bello mural que ilustraba el amanecer de los pueblos con la figura de un arcoiris en Cuxuljá, cruce de caminos entre San Cristóbal de las Casas, Altamirano y Ocosingo. Siete municipios autónomos establecieron una tienda (que aún funciona) y a orillas de la carretera la gente pintó ese mural en toda la fachada de una modesta casa, hasta poco antes ocupada por el Ejército federal.

Alentada por sus dirigentes (pronto serían funcionarios), la gente de la Orcao, en inesperada alianza con priístas de Cuxuljá resentidos por el retiro de los militares a cuyo servicio habían estado, determinó destruir el mural a pocas horas de terminado. Fue un acto simbólico que adelantaba el verdadero problema: querían sustraer las tierras ocupadas en la lucha y titularlas individualmente. El gobierno de Salazar ofrecía programas (o sea dinero) a quienes tuvieran "títulos de propiedad". Esa era la condición envenenada.

Rápidamente se hizo problema. Llegaron las bases zapatistas a defender la autonomía, como lo han hecho siempre. Hubo conatos de violencia azuzados por los agentes de la contrainsurgencia del vecino ejido Cuxuljá. Aún parecía posible la buena voluntad del nuevo gobierno. Se apersonaron funcionarios, y mediadores que hasta entonces habían tenido cierta influencia. Entre los primeros, el también tzeltal y hoy finado, flamante secretario de Pueblos Indios, Porfirio Encino (de la Aric Independiente). Entre los segundos, el padre Gonzalo Ituarte, colaborador del obispo Samuel Ruiz García.

Los zapatistas sólo pedían respeto al acuerdo comunitario. Ituarte se reunió por separado con "las partes" (pues allí se partieron en dos). Ingresó a Moisés Gandhi y se entrevistó con los civiles rebeldes. Los quiso "disciplinar" pidiéndoles que se arrodillaran para darles la bendición. Y un joven, casi adolescente todavía, lo encaró. Pura dignidad. Y expuso el problema con meridiana claridad. Al salir de la reunión, muy impresionado, el dominico comentó: "Qué cuadrazo. Debe ser de los que educamos nosotros ". Pero no, Emiliano era producto de la educación zapatista. Uno de los niños del 94.

Elocuente, claro, entregado al compromiso comunitario con gran sentido del humor, muy al modo tzeltal, Emiliano probó ser un representante de los que no abundan. Indoblegable. Responsable. Como lo siguió siendo hasta el último momento.

Escribe L. desde las montañas del sureste: "Estoy bien. También me doy cuenta de que estoy triste, murió uno de lo compas que más quiero, con quien más platiqué y de quien tanto aprendí. Es muy raro, pero me entró un sentimiento como de soledad. Será que así pasa cuando mueren seres que sabes que hacen falta en el mundo. Emiliano era de lo mejor de lo mejor, como un tesoro que ahí estaba, un poco escondido, pero quien lo vio quedó marcado y le reconoció como tal".

La carta termina no obstante con un trozo de luz: "Acá no para de llover. Ya me voy a dormir, que mañana seguro amanecerá muy temprano".

 
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