Usted está aquí: domingo 8 de octubre de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Tiempo compartido

Nina y Rodolfo llevan 24 años de vivir juntos. A lo largo de ese tiempo se han observado de todas las formas posibles: de frente, con el rabillo del ojo, de arriba hacia abajo, por encima de una multitud, a la intemperie, en el espejo, en la oscuridad, por entre el vapor que inunda el cuarto de baño, a través de la cámara fotográfica o del celular.

En 276 meses de convivencia, la naturaleza y la intensidad de sus miradas ha sufrido modificaciones; sin embargo, desde el principio de su relación Nina supo traducir los mensajes que Rodolfo le transmite con simples parpadeos. Aun en los momentos en que él desvía los ojos, ella es hábil para descifrar el significado de eso.

Ante sus amigas llegó a jactarse de que, gracias a su habilidad de cazadora, ha podido neutralizar a los enemigos de su matrimonio: desde los amigotes hasta las lagartonas, que nunca faltan, pasando por un cuñado que la difama sin que ella logre explicarse las razones.

Rodolfo es igualmente diestro para descifrar la expresión de Nina, pero no siempre fue así. Durante los primeros meses de matrimonio sus esfuerzos por comprender qué había tras los cambios en la mirada de su esposa eran infructuosos y terminaba pidiéndole a Nina que se los explicara. Ella lo complacía, aunque le pareciera extraño que su alma le resultara impenetrable al hombre con el que había hecho un pacto hasta que la muerte nos separe.

Sus hijos, sus respectivas familias y sus amigos acabaron por entender que el intercambio de miraditas entre Nina y Rodolfo es un lenguaje escrito en el silencio, que tiene sus propias reglas, demarca el territorio que la pareja conquistó para su privacidad y donde no hay espacio para observadores ni comparsas.

II

Inesperadamente un extraño penetró en la intimidad de la pareja: el señor Vélez. Es el jefe de personal en la empresa donde Nina y Rodolfo son contadores desde hace 19 años. En agosto los mandó llamar a su despacho. Elogió su desempeño, reconoció lo mucho que la empresa debe a su profesionalismo y afirmó que nada le agradaría más que seguir teniéndolos en la plantilla de trabajadores. Nina y Rodolfo reiteraron su invariable disposición a rendir sus mejores esfuerzos.

El señor Vélez golpeó el escritorio para expresar su satisfacción. Lo alegraba que hubieran llegado al punto donde él podía introducir su palabra predilecta: competitividad. Habló de globalización, de la amenaza que representan los chinos en todos los mercados y filosofó acerca del abolengo y la necesidad de renovación.

Nina y Rodolfo supusieron que el señor Vélez estaba a punto de pedirles que sacrificaran sus fines de semana porque los había inscrito en otro curso de actualización para el manejo de computadoras más veloces y de mayor alcance que las que apenas estaban dominando.

La pareja intercambió una mirada de resignación. El señor Vélez no la captó porque estaba concentrado en urdir otro párrafo de su discurso: "Coincidirán en que hoy en día, para que un producto se mantenga en el mercado, no basta con que sea de buena calidad. Necesita tener una apariencia novedosa, versátil, atractiva y dinámica".

A través de una mirada Nina y Rodolfo se preguntaron si no habían escuchado otras veces reflexiones idénticas. Para su sorpresa, el señor Vélez interpretó sus parpadeos: "Comprendo que desean saber con qué objetivo abordo el tema que ha sido medular en nuestros últimos cuatro seminarios. Se los diré: en el mercado de trabajo las personas son también productos. Como tales deben poseer las cualidades a que me referí: novedosas, atractivas, versátiles y dinámicas".

Nina mencionó el curso de actualización que habían tomado apenas en junio. Rodolfo aprovechó para recordar al señor Vélez que él estaba haciendo el trabajo que hasta el año pasado habían cubierto dos contadores más. El jefe de personal levantó las cejas y observó la pantalla de su computadora: "Veo que los tenemos con nosotros desde 1987". Nina sonrió: "Sí, recuerdo que llegué a trabajar el 16 de mayo, un día después de que mi Marlene cumplió tres añitos".

El señor Vélez apenas le sonrió: "Y usted, Rodolfo..." "Aquí soy un poquito más antiguo que mi señora, porque yo entré en abril del mismo año. Me parece increíble que haya pasado tanto tiempo. Hoy todo es tan distinto..." El jefe de personal aplaudió: "¡Nada más cierto! Lo que en aquellos años parecía correcto hoy simplemente no funciona". Nina y Rodolfo intercambiaron una mirada alegre: estaban orgullosos de haber demostrado que tenían tan bien puesta la camiseta de la empresa como para coincidir en todo con su jefe.

La expresión del señor Vélez se volvió repentinamente severa: "Cuando se tiene el privilegio de pertenecer a una empresa como ésta hay asuntos privados que se vuelven de interés general porque forman parte de nuestros activos. El aspecto, por ejemplo. En un mundo de jóvenes, de personas esbeltas, hay cosas inaceptables: los kilitos de más. No se trata simplemente de estética, sino de salud. Rodolfo, me gustaría que cuidara la balanza y que nos permitiera ver al contador que llegó aquí pesando 20 kilos menos".

Nina vio el relámpago que restalló en la mirada de Rodolfo: anunciaba violencia y se apresuró a evitarla: "Al mediodía no tenemos tiempo para ir a la casa y comemos en cualquier parte, lo que encontramos..." El señor Vélez la tranquilizó: "Lo sé, lo entiendo y veo que el peso no es un problema para usted, pero hay una cosa que me preocupa, aunque no sé cómo decírselo a una dama".

Rodolfo advirtió la sombra del terror en la mirada de Nina y quiso dar tiempo a que se desvaneciera: "Desde que se cayó en el estacionamiento, mi esposa camina un poquito mal, sobre todo cuando hace frío. Estas mañanas la temperatura ha estado bajísima: ya hasta parece infierno". El señor Vélez lo miró extrañado: "Si no lo dice usted, no habría notado que su esposa cojea". "Sólo cuando hace frío", aclaró ella. Su jefe adoptó un tono amigable: "Nadie le está reprochando nada, pero hay un asunto... Las arruguitas, las canas. De seguro usted sabe que hay cremas dermatológicas maravillosas y tintes que le dejan el cabello como si tuviera 20 años..."

Nina y Rodolfo compartieron con la mirada la carga de humillación, terror y desconcierto que los aplastaba. El señor Vélez consultó su reloj: "El tiempo es oro y este no es el mejor momento para derrocharlo. Vuelvan a su oficina y tomen en cuenta lo que les e dicho". Nina sintió un nudo en la garganta, pero lo superó: "Perdóneme, pero no entiendo". Rodolfo la secundó: "Yo tampoco. Si fuera tan amable..."

El señor Vélez desvió la mirada, pero todo su cuerpo denotaba irritación: "Me obligan a ser claro. La nueva política de la empresa exige que sus miembros respondan a los actuales lineamientos del mercado. Queremos, necesitamos‚ gente joven, sana..." "No estoy enferma", aseguró Nina. Rodolfo se levantó precipitadamente: "A ver si entendí: podrían despedirme sólo porque tengo unos kilos de más". El jefe de personal sonrió: "Usted puede evitarlo. Sacrifíquese un poco. Bien vale la pena renunciar a los refrescos, las cervecitas y los tacos para seguir formando parte de una empresa como ésta. ¿Ahora sí entendió? ¡Qué bien! Entonces ¡a trabajar!"

Sin mirarse, Nina y Rodolfo caminaron hacia la puerta. El señor Vélez los detuvo: "Un momento. No quiero que piensen que estaré vigilándolos. Ustedes solitos harán ese trabajo. Nina, cómprele una balanza a su marido; y usted, Rodolfo, vea que su mujer elija un bonito color de pelo".

III

A partir de agosto, el temor a ser despedidos mantiene en tensión a la pareja: Nina no duerme pensando que envejece a cada minuto; Rodolfo come de una manera apremiante y culpable. Juntos han aprendido a ejercitarse en una nueva gama de miradas: la implacable, que detecta gramos y arrugas de más; la sombría, que vislumbra el destino que los aguarda si no consiguen responder a las exigencias de la empresa donde quedaron los mejores años de sus vidas; la amarga, que presagia la inevitable derrota...

 
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