Usted está aquí: jueves 5 de octubre de 2006 Opinión Las antípodas

Margo Glantz

Las antípodas

Geológicamente, Australia es muy antigua, alguna vez formó parte de un supercontinente, cuyo trabajoso nombre era Gondwanaland; abarcaba lo que ahora es América del Sur, Africa, la Antártica (que se está descongelando), India y Nueva Zelanda. Un fragmento -enorme isla- se desprendió del conjunto y empezó a emigrar rumbo al lugar donde ahora se encuentra (me fascina este tipo de navegación remota).

Situado este continente al otro lado del mundo (depende del cristal con que se mire, obviamente), las constelaciones se encuentran al revés y es muy fácil admirar la Cruz del Sur. Tomé un avión en Auckland, la capital comercial de Nueva Zelanda y llegué a Melbourne, la antigua capital de Australia, cuatro horas y media después.

Decir que Australia es inmensa es una frase-perogrullo: aunque estuve tres semanas pude visitar solamente los territorios -o regiones- de Victoria (Melbourne y Healesville, el santuario de animales), el llamado Centro Rojo del país, habitado por los aborígenes, nombre en realidad peyorativo: Alex Springs, la única ciudad australiana construida en el desierto y las enormes rocas -Ayers Rock o Ulurú y Kata Tjuta o The Olgas-; luego, en el Territorio Norte, el puerto de Darwin, desde donde viajé al parque Nacional Kakadú. Terminé mi recorrido en la Nueva Gales del Sur (Sydney),

Siempre he sido muy urbana, cuando paso más de tres días en la playa, acostada frente al mar y leyendo en una hamaca, empiezo a aburrirme al cuarto día. Generalmente visito ciudades y, aunque admiro el paisaje, prefiero admirar la arquitectura -la ópera de Sydney y el conjunto de edificios de Federation Square en Melbourne-, recorrer calles y ver las tiendas, visitar museos, ver mucha gente parada frente a un semáforo y esperar antes de subirme a cualquiera de los elegantes trenes, tranvías y autobuses de Melbourne -llegar a la animada y especial calle de Lygon- o pasear por la Darling Harbour, de Sydney.

Me he transformado, sin embargo, y comienzo a convertirme en una ferviente admiradora de la vida natural (tanto que quisiera que mi próximo viaje fuera a las Islas Galápagos): me encantó conocer personalmente y hasta acariciar a algún canguro, un wallaby, un koala, un platipus, un emú, y desde lejos en un río escudriñar los movimientos de los cocodrilos -que no lagartos- las serpientes de agua, y hasta tocar, sin meter los dedos. porque me mordería a pesar de su estado larval, una especie de alga, en realidad un objeto natural dentro del cual se incuban los huevos de los cocodrilos.

También ver volar a todo tipo de pájaros de colores intensos y detenerme a contemplar -con la boca abierta- a un pájaro lira macho, desplegando su cola en forma de ibidem, cantando el aria principal de una ópera, por ejemplo Aída, como si fuera la misma Maria Callas.

Me he aficionado a ver atardeceres y amaneceres. Imposible verlos sin levantarse temprano, a eso de las cinco y media para esperar a que el sol ilumine la inmensa roca de Ulurú, colocada en medio del desierto. Al atardecer, el sol se va apagando y poco a poco la roca cambia de color y pueden apreciarse sus bellos repliegues como si un enorme peplo griego cubriera el hermoso cuerpo de una Venus gigantesca o como si una modelo rolliza vistiera un traje drapeado de la gran modista francesa Grès. Encanto un poco estropeado por el revoloteo de las moscas, cuyo efecto se mitiga con un sombrero que despliega un velo que cubre el rostro.

Recorrer la Ayers Rock en toda su extensión permite admirar sus recovecos, descubrir algunas pinturas rupestres y curiosos tipos de vegetación que se han ido recobrando y le devuelven al paisaje su curioso esplendor.

Se descubren también formas diversas, ojos -ventana que perforan la roca o bocas inmensas cuya sonrisa parece la de Marilyn Monroe y a veces la de una boca de tiburón con amenzadores dientes. Los colores van variando y cubren la gama total de los rojos, y en cierto momento la roca parece una intensa hoguera, Cuando se mete el sol la montaña adquiere un color violeta de prodigioso impacto.

Hay un sendero cavado en la montaña que para los aborígenes es sagrado. Un letrero avisa a los turistas que escalar la montaña es peligroso y además ofende a los habitantes de la zona. La mayoría de los visitantes ignora el letrero y transgrede las reglas.

''Nuestras tierras son sagradas y se han convertido en lugares mancillados por el turismo", se lee en un letrero colocado a la entrada de un museo, donde se exhibe el arte indígena.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.