Usted está aquí: domingo 1 de octubre de 2006 Sociedad y Justicia EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Reflejos en la lluvia

Magia y milagro: Aun las calles más tristes se alegran en cuanto llegan los magos, los saltimbanquis, los payasos, los contorsionistas. Displicentes ante la indiferencia, sordos al estruendo de los motores, inmunizados contra todas las formas de contaminación, los personajes manotean, fingen carcajadas, gesticulan, inventan canciones, silban, se tropiezan, dan marometas, caen, se levantan, hacen caravanas, bailan al ritmo de una música inaudible: todo con tal de oír uno, dos, tres aplausos. Esa pobre respuesta los estimula, les devuelve la esperanza de que en algún momento escucharán el golpe de la moneda que, al caer en la palma de su mano, les alargue la línea de la vida... hasta mañana.

II

Dominios : Un extremo de la cuerda estaba unido a la única columna del mercado y el otro al tobillo de una niñita que apenas sabía caminar. Su madre tuvo la ocurrencia de sujetarla en esa forma para demostrarle su amor evitándole peligros: perderse entre la multitud, atravesar la avenida y ser arrollada, seguir a un desconocido, hundirse en una alcantarilla.

La cuerda medía tres metros de largo. De este tamaño eran los dominios de la niña. Los caminaba en círculos, a pasos muy cortos, saltando, arrastrándose hasta que el cansancio la vencía y se quedaba dormida a mitad del pasillo.

Al entrar o salir del mercado, los proveedores y los clientes evitaban tropezarse con ella. Lástima que no hayan tenido las mismas precauciones con los sueños de la criatura, también unidos a la columna por una cuerda de tres metros de largo.

III

En venta: La ciudad se impone, decide, nos conduce por nuevos caminos que de pronto dan vuelta y nos regresan al punto de partida: la fachada gris de un edificio esbelto. Tuve la impresión de que había empequeñecido, como las personas al paso de los años, y conté los pisos: cuatro. Los mismos de siempre, con dos departamentos cada uno y, en medio, el pasillo: una frontera, otra más.

Subí los tres escalones de granito para leer el directorio. La experiencia fue hostil. Sólo encontré nombres desconocidos, iniciales. Sobre la entrada descubrí un letrero: "Se vende con todo". Mosaicos, puertas, vidrios, herrería, cables, tubos, escalones, chapas, zoclos, varillas, tarjas, excusados... Hay algo que de seguro no está en el inventario: las sombras blancas de seguro no están en el inventario. Las sombras blancas que dejaron en las paredes nuestros retratos de familia.

IV

Saeta : Esa autopista es una obra maestra de la ingeniería. Por sus ocho carriles puede correrse a 200 kilómetros por hora y a muy poco menos en las curvas. La perfección de su diseño atrae a cientos de conductores, amantes declarados de la velocidad.

Los domingos por la noche, cuando los paseantes regresan de sus fines de semana, los carriles se atestan y los automóviles avanzan a menos de diez kilómetros por hora. En medio de claxonazos y gritos, los conductores vociferan contra la lentitud. Mientras se desgañitan, siguen corriendo a toda velocidad minutos de su vida que nunca volverán.

V

Pacto: Isabel aprendió de Joaquín el oficio de carnicero y las artes del amor. Desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde se les veía cortando, moliendo, destazando filetes, costillares y lomos mientras resbalaba sobre sus hombros la sangre de las reses colgadas del techo con garfios.

Joaquín, 17 años mayor que Isa, murió en plenitud de sus facultades un sábado. Se fue tranquilo porque su mujer podría trabajar el lunes con absoluta normalidad. Así fue: la viuda siguió su rutina bajo la lluvia de sangre.

A pesar de su aspecto saludable, Isabel sobrevivió menos de siete meses a Joaquín. La sepultaron en la misma tumba, bajo un pirú. No importa cuál sea la estación del año, de sus ramas siempre se desprenden esferas rojas como gotas de sangre.

VI

Nocturno de Harlem: La habitación fue primero de la pareja, después también de sus hijos, luego de los maridos y sus esposas. Al final se alojaron en el cuarto los sucesivos y tiernos descendientes.

Cada nuevo ocupante llegaba con sus pertenencias: ropa, muebles desiguales, utensilios de cocina, retratos, documentos sellados e inútiles. Los objetos invadían del piso al techo, pasando por la única silla, la máquina de coser, el tocador y el ropero. De una pared a otra se tendieron lazos de donde colgaban los santos de bulto y las arañas.

Sitiada por hijos, nueras, yernos, nietos, la pareja acabó reducida a un espacio mínimo. Lejos de la ventana y de la puerta, sólo podía huir a través del cuadrante de la radio. La rúbrica de su programa preferido -El nocturno de Harlem- levantaba a su alrededor una muralla de notas musicales que a veces parecían gemidos.

VII

Pasos: En los cables de la luz siempre hay pares de zapatos y tenis colgando sobre el vacío. Mirándolos, me pregunto cómo llegaron hasta allí, cómo volaron tan alto. ¿Habrá sido por una apuesta, por una broma o por simple hartazgo de su dueño? A veces me hago un cuestionamiento más ocioso: ¿quién volverá a calzarse con ellos? Tal vez nadie. Se arriscarán bajo el sol, como los cuerpos de todos los rebeldes que mueren ahorcados.

Los zapatos sin dueño siempre anuncian el desastre. En los tenderetes de los comerciantes que venden miseria, los pares se exhiben en fila, contra la pared. Aun los que conservan restos de su color y sus adornos -hebillas, botones, flores, moños- tienen el aspecto de inocentes que serán fusilados en presencia de la justicia ciega pero, eso sí, muy bien calzada.

Peores cosas me sugieren los zapatos que ilustran las secciones de nota roja. En las fotos por lo general sólo aparece uno -izquierdo o derecho, ya no importa- cerca de los pies, que sobresalen de una sábana blanca: mortaja del accidentado, del loco, del teporocho, del suicida. ¿Con qué pie daría el último paso?

VIII

Refugio de la noche: El letrero ilumina con reflejos verdosos la entrada al baño de damas. El techo es muy alto, aplasta. Sobre el mosaico se agranda el eco de los pasos: soledad, soledades. En el muro principal hay un espejo enmohecido: parece una fotografía carcomida por el fuego, un rostro lleno de cicatrices. En el extremo del lavabo, bajo la ventana que da a la calle de Ecuador, está la imagen de San Judas Tadeo.

Protege a los músicos, a los asiduos que van al cabaret en busca de compañía, a los aventureros que se guardan el miedo en los bolsillos, a los curiosos, a los matrimonios que inventan la clandestinidad en que se pierden un viernes por la noche, a los bailarines que no dejan huella sobre la pista, a las mujeres que a cambio de diez pesos se dejan llevar por lo que dure un mambo, un chachachá, una cumbia, un danzón, y después corren al baño de damas para retocar su maquillaje, anudarse un tirante, rehacer con lápiz labial la sonrisa que les arrebató la vida-mala-vida y, de paso, pedirle al santo de las causas desesperadas que no la chingue, que les eche una manita para salir ¿De qué? De lo que sea: lo importante es salir. San Judas Tadeo protege también a los gatos del rumbo. No tienen nombre, ni apodos, ni dueño, ni más oficio que despertar con sus maullidos a la noche y conducirla hasta su último refugio en la ciudad: el cabaret Bombay.

 
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