Usted está aquí: domingo 1 de octubre de 2006 Opinión Sueños de orquesta/ Backstage

Carlos Bonfil

Sueños de orquesta/ Backstage

La hora de la estrella. Entre los momentos interesantes del décimo Tour de Cine Francés, que hoy proyectan diversas salas de la ciudad de México, antes de emprender un largo recorrido por el territorio nacional, destacan dos aproximaciones a la religión del espectáculo y a esos acólitos suyos, los fanáticos en trance ante la aparición de la divinidad dentro y fuera del escenario. Las cintas Sueños de orquesta (Fauteuils d'orchestre), de Danielle Thomson, y La obsesión (Backstage), de Emanuelle Bercot, informan, cada una a su manera, de este fenómeno; la primera con el tono ligero de una comedia urbana, relato de iniciación juvenil y elegía del teatro de bulevar, género popular en vías de extinción; la segunda, con una mirada irónica, a ratos vitriólica, a ese rito de posesión y sometimiento voluntario que se da entre una célebre figura de la canción pop y su admiradora más irreductible. En ambos casos, la figura central es una joven provinciana que tiene en París la revelación suprema: el escenario como luminoso espacio de una vida extraordinaria: el altar donde ofrendará, sin mayores trámites o recelos, la inocencia.

En Sueños de orquesta, la muy espigada y ocurrente Jessica (Cécile de France) llega a París con la ilusión de restituir a su abuela provinciana (la espléndida Suzanne Flon) el lujo al que se hizo adicta en épocas muy remotas, cuando trabajaba como asistente en los baños (dame pipi) del fastuoso hotel Ritz. Su estrategia será colocarse a su vez como mesera en el café chic que frecuentan las grandes figuras del espectáculo, entrometiéndose descaradamente en las vidas desencantadas de un pianista célebre (Albert Dupontel) y de una temperamental actriz, harta de telenovelas exitosas, ansiosa de infundir nuevos bríos a una comedia de Jacques Feydeau. Entre la pintoresca fauna artística aparece un director de cine estadunidense, Brian Sobinsky (Sidney Pollack), interesado en filmar la multifacética vida amorosa de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir -las escenas correspondientes son hilarantes. Con este material, Danielle Thompson arma una ingeniosa comedia que es tributo a las mitologías del escenario, con maquillistas nostálgicas de mejores tiempos y directores ayunos de imaginación en sus rutinas teatrales. Se habrá adivinado: luego de hacerse adoptar por todo mundo, Jessica es el torbellino de vitalidad que sacude las certidumbres de las estrellas mortecinas. Al borde del sentimentalismo y la cursilería, Sueños de orquesta consigue algo notable: revivir algo del romanticismo festivo del Truffaut de La noche americana con el elogio de la faena escénica que reivindica la libertad y la frescura, todo con la complicidad de actores estupendos y en un homenaje póstumo a la actriz veterana de cine y teatro Suzanne Flon (Moulin rouge, John Huston; Mr. Arkadin, Orson Welles), fallecida poco después de este rodaje, a los 87 años.

La obsesión (Backstage) es otra mirada, esta vez muy cáustica, al mundo tras bambalinas, ese backstage donde una crepuscular estrella de la canción, Lauren Walks (la Emmanuelle Seigner de Luna amarga, doblemente encanallada), adopta de modo caprichoso a una admiradora provinciana, tan manipuladoramente incondicional como la Anne Baxter de La malvada (All about Eve, Mankiewicz) asediando a la declinante estrella Bette Davis. Hay también referencias a Opening night, de John Cassavettes, y a su reflejo hispano, Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar. La mitología hollywoodense se torna aquí, sin embargo, disección de una sicopatología amorosa, con Seigner ensayando poses de hastío y perversidad polanskiana, y una joven Lucie (Isild LeBesco) como histérica de Charcot, sin mayor atractivo físico, lánguida al límite del autismo, inverosímil en su papel de figura de la discordia, sorprendente, con todo, cuando al final revela sus aptitudes demoledoras. Hay un galán de apostura estudiada en un papel dramático apenas convincente, víctima propiciatoria de dos voluntades femeninas en duelo de perversidad y entredevoramiento. Diabólicas de Aurevilly o de Clouzot, en un juego de simulaciones, donde amo y esclavo intercambian continuamente sus papeles. En sus excesos dramáticos, la cinta vacila por momentos entre lo patético y el humor involuntario, con orgías de decadentismo forzado y sonoros desplantes de la diva incapaz ya de glamour y de decoro; azotes ingratos de hiena despechada. Un desenlace de sobriedad inesperada confiere a la cinta un mayor equilibrio dramático, precisando paulatinamente el cálido retrato de la fragilidad compartida.

Estas películas se exhiben en las salas de Cinépolis y en la Cineteca Nacional.

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