Usted está aquí: domingo 24 de septiembre de 2006 Opinión Refugio en la tormenta/ I

José Agustín

Refugio en la tormenta/ I

Siempre es esperado con delectación un nuevo libro de José Agustín. Esta semana empieza a circular Armablanca, novela de este autor clásico de nuestra contemporaneidad; él mismo seleccionó para los lectores de La Jornada el siguiente fragmento, que ofrecemos a manera de adelanto, con el consentimiento de Editorial Planeta

Dionisio tomó la pila de periódicos y subió a la azotea. Tocó la puerta del cuarto. Adelante, adelante, muchacha, respondió Cordero. ¡Maestro, fuma usted como chacuaco!, exclamó Dionisio al entrar, tosiendo por tanto humo. Perdón, mil perdones, compañero, enciendo los cigarros sin pensarlo, me concentro tanto que se me borra la realidad, respondió el escritor al levantarse con ciertas dificultades para abrir las ventanas. Pero Dionisio ya lo había hecho. Pues aquí le traigo su bonche de periódicos para que recupere la realidad, o a una parte al menos, dijo, y ya se iba cuando Cordero le preguntó: ¿Qué ha pasado? No gran cosa, salvo el anuncio de otra gran manifestación el día 27. Va a ser algo excepcional, ya verá compañero, afirmó el escritor solemne y enfáticamente. También le llegó un mensaje, añadió Dionisio. Ambos sabían que era de Carmen. José Cordero asintió, incómodo; recogió el sobre y lo dejó sobre la mesita, sin leerlo. Se reacomodó en el silloncito y dio un sorbo a su copa de vino. Dionisio vio entonces que el escritor se estaba dejando una barbita que por el momento sólo le ensuciaba la cara. Advirtió también que había puesto contra la pared la televisión que le había enviado.

Dionisio, le agradezco mucho sus gentilezas, pero esto de la televisión me abruma, planteó Cordero. Pensé que quizá le interesaría checar los noticieros y la forma como la tele trata el movimiento estudiantil, explicó Dionisio. Ah, pero claro, ni modo que me la mandara para ver telenovelas. Y es de color, qué barbaridad, todavía no hay muchas en México, ¿verdad? ¿Se va a dejar la barba, maestro? Sí, una de chivito, como la de Trotsky, ¿qué le parece? Bien, usted puede hacer lo que quiera, cuando quiera y como quiera, para eso es jefe. La verdad nunca he tenido una, me he dejado el bigote, pero barba no. Tampoco he tenido una televisión, no porque esté en contra, al contrario, debemos aprovechar los adelantos de la tecnología para mejores fines. El televisivo es un formidable lenguaje y puede ser artístico. ¿Usted cree?, dijo Dionisio, que no quería verse como admirador acrítico ni como restaurantero conservador, yo pienso que la tele es esencial para el sistema, por eso ahí la censura es más dura. Dura y absurda, por supuesto ridícula, en cualquier medio. Tiene usted razón, la televisión es una formidable herramienta para manipular al pueblo, es hipnótica, aletarga, pero todo sirve hasta lo que no sirve, y por eso la censura está en todas partes; empieza en uno mismo, la autocensura, y se expande por doquier, cállese, eso no se dice, aquí no se puede mencionar ni a Culano ni a Merengano. Yo la he visto de cerca, Dionisio, y la he padecido en el cine y la prensa. ¿En los libros no? No, en los libros no, bueno, de parte de los editores o del gobierno, no.

Entonces Cordero reconoció que la peor censura le fue impuesta por sus propios camaradas, quienes lo obligaron a retirar de la circulación una novela y a cerrar una obra teatral hacía casi veinte años. Al partido, y a muchos dizque amigos, les disgustó que criticara filosamente a los comunistas. Quizá no debió ceder a las presiones y mandar a todos al carajo, varios se lo dijeron, pero él se vio débil y en el fondo inconsecuente, lo cual, con el tiempo, le ayudó a aclarar ideas y principios y a saber cuándo batallar. Aprendió a criticar la autocrítica, o a delimitarla, pues tampoco se trataba de ir al centro del Zócalo de México y gritar ¡soy un asesino! Pero la gente no aguanta la crítica, o la tolera pero no la toma en cuenta, mucho menos quiere saber de autocrítica, ésa está muy bien, siempre y cuando sea la ajena. El problema central reside en la imposibilidad del gobierno para autocriticarse, es algo que no les entra en la cabeza; sus modos de operar se consideran perfectos, indiscutibles. Así había sido siempre, se creía, y así lo sería por los siglos de los siglos. Dionisio no pudo evitar citar una canción: No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey.

¡Ándele!, dijo Cordero, pero hablando del trono, con su permisito, agregó. Se puso de pie con lentitud y luego, trastabillante, se metió en el baño. A Dionisio le pareció que trataba de vomitar sin lograrlo. Ah bárbaro, exclamó el escritor cuando regresó, tambaleante, y se sentó nuevamente, ya me siento normal..., agregó, pero se veía pálido. Respiró a todo pulmón el humo del cuarto. ¿Y quién quiere sentirse normal?, se preguntó después. Se necesita ser loco para estar normal. Tomó entonces la botella y bebió largamente. Despacito, maestro, le advirtió Dionisio, me parece que usted ya está bastante servido. ¿Ya comió? Ah, no, agregó al ver la charola con los alimentos sin tocar. Lo que usted necesita es un taco. Voy a traerle algo rico. No, hombre, espérate, replicó Cordero, irguiéndose, y en ese momento en verdad se veía sobrio y alerta; de veras estoy bien, debes saber que yo, como Malcolm Lowry, bebo hasta la sobriedad. Además de que aquí no faltan esas maravillas que trae Lucrecia y que tú cocinas. Realmente no las hago yo, respondió Dionisio, o no todos los días, pero sí me gusta cocinar y por lo común me encargo de las especialidades del día. Ya las he probado, aseveró Cordero sin dejar de beber, me encantó ese lenguado tan especial, achinado, el de ayer, ¿qué tenía? Bambú, raíz de jengibre, jícama y cebollín. El secreto está en el cebollín. Se muele, se le echa un poquito de sal, maicena y vino blanco y yo de paso le dejo la mano del molcajete, como en el mole de olla. O como en la sopa de piedra de aquel viejo cuento, creo que de los Grimm, contribuyó Cordero. Ah sí, claro. Pues entonces se cuece a fuego lento y ya está. Es recomendable servirlo con perejil y aceitunas. Pues tienes mucho talento, compañero, afirmó Cordero sin dejar de beber, para cocinar y también para el piano. Gracias, maestro, pero ahora voy yo: por favor no me diga compañero. Ah qué la chifosca, ora nadie quiere que le digan compañero, y yo creía que era un gran adelanto después de camarada, que realmente estaba de la chingada. Cordero rió con ganas, para sí mismo, y al hacerlo tiró la copa de vino, pero sin inmutarse la recogió y se sirvió más. ¿Cómo quieres que te diga entonces?, preguntó. Pues Dionisio.

Ah, ya entiendo, musitó Cordero, de nuevo más para sí mismo; ustedes no son compañeros, es algo que pierdo de vista por deformación profesional. Ustedes, entonces, qué son. Amigos, eso es lo que son. No camaradas, no compañeros ni simpatizantes. Amigos. But I can't help if I'm in love with the girl of my best friend, canturreó Dionisio y el escritor prefirió ignorarlo. La amistad es maravillosa y peligrosa también, definió, es algo eminentemente humano, pues los dioses como las potencias no tienen amigos, ¿te fijas?, y como el afecto contiene muchos de los abismos y compromisos del amor, nosotros los revolucionarios a veces creemos que la amistad es la solidaridad, pero no, porque entraña cierta obligación; la amistad auténtica debe ser afecto desinteresado, apoyo y ayuda mutua cuando hace falta, y ya sabemos que ayudar muchas veces implica oponerse, aunque los amigos estén en sitios muy distantes o incluso en tiempos diferentes, como los grandes creadores, que pueden ser nuestros amigos más cercanos e influyentes. Para mí, el máximo logro de un escritor es comunicarse en la más profunda intimidad con alguien que no conoce, que está en otro sitio y quizá en otra época. Y tú eres un creador, muchacho, eres un artista y un gran amigo. A ver, cuéntame, cómo te dio por la cocina.

Dionisio resumió su vocación culinaria parca, casi groseramente; no quería hablar de eso, o sí, pero no en ese momento; de hecho, comprendió, tenía mil cosas que decir y preguntar a José Cordero, pero ahora que podía, no sabía cómo. Algo lo hacía ser afable, impecablemente correcto, pero con una marcada distancia, quizá como blindaje protector o para ampliar la cancha de la lucha de egos. Carmen era un tema insoslayable, pero ése no era el momento adecuado. Dionisio desvió la conversación a la huelga universitaria y de plano dijo que no entendía qué hacían Carmen y el escritor en el movimiento. Apoyaban, nada más, explicó Cordero. Carmen no estaba involucrada, salvo como una simpatizante más, y él no hacía gran cosa, se concretaba a tratar de analizar los acontecimientos, sus causas y efectos, y de trazar sus implicaciones. A veces lo consultaban o él escribía documentos que después pasaba a los compañeros.

 
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