Usted está aquí: jueves 21 de septiembre de 2006 Opinión La historia en contra

Soledad Loaeza

La historia en contra

En el derrumbe de las democracias intervienen distintas variables que coinciden en un momento crítico. Una de ellas que podemos llamar una historia desfavorable puede jugar un papel decisivo. El análisis de experiencias democráticas frustradas sugiere que también fracasan por la ausencia de precedentes y de vivencias de pluralismo y de tolerancia frente a la diferencia política. Mucho de lo que nos ocurrió en el periodo poselectoral podría explicarse por el peso de una historia desfavorable que en términos prácticos se traduce en una cultura antidemocrática que lee la historia como una fatalidad, un destino y casi un deber: "Así pasó, así tiene que pasar y así tiene que seguir pasando". Entendida de esta manera la historia es el principal adversario de nuestras aspiraciones democráticas. En cambio, entendida la historia de otra manera, como lo propone Lewis Namier -el historiador clásico inglés-, el futuro siempre abre un amplio margen de libertad: la historia no nos dice cómo van a ser las cosas, sino cómo pueden ser. El verdadero enemigo es la ignorancia de la historia.

En el agobiante verano de 2006 en la ciudad de México muchos son los que recurren a la historia para justificar sus posiciones. Las referencias a la elección presidencial de 1988 son constantes y parecerían obvias porque entonces como ahora hubo una amplia movilización de protesta en contra de los resultados electorales. Sin embargo, hoy existe una legislación electoral cualitativamente distinta de la que rigió esos comicios. Este no es el único problema de la comparación, hay otro de orden político y casi moral, como bien lo ha hecho notar Cuauhtémoc Cárdenas: muchos de los negociadores clave de Carlos Salinas que laboraron para abrirle el camino a la Presidencia de la República ahora defienden la causa que entonces atacaron con éxito. Incluso los candidatos al Senado por el Distrito Federal del Frente Democrático Nacional que ahora exigen un recuento total, en 1988 se negaron a la petición del PAN de que se abrieran los paquetes que contenían las boletas de esa elección. Esta comparación plantea un segundo problema: la victoria de Felipe Calderón se acoge a la legitimidad de las instituciones en cuya creación participaron muchos de los que hoy las repudian (aunque es inevitable sonreír ante un rechazo que sin embargo no repara en solicitar las prerrogativas de ley que el Frente Amplio Progresista en formación ahora solicita al IFE).

Muchas son las inexactitudes históricas que se han sostenido en las últimas semanas con el fin de establecer un linaje de víctimas del fraude electoral. Los esfuerzos se remontan a Francisco I. Madero, incluyen a José Vasconcelos, a Juan A. Almazán, a Ezequiel Padilla y a Miguel Henríquez Guzmán, sin distingos de filiación partidista o de contextos históricos e institucionales inmediatos, y sin evidencias empíricas de sus supuestos triunfos. No cabe duda de que estos procesos estuvieron marcados por la violencia y la intolerancia del partido oficial que, como otros ahora, repudiaba la pluralidad y dividía al país entre revolucionarios y reaccionarios. Sin embargo, cabría recordar que las movilizaciones de apoyo a estos candidatos se concentraron en la capital de la República y que nunca tuvieron los recursos para construir una base nacional. Más todavía, probablemente algunos de estos personajes se sentirían incómodos de compartir la cartelera, por lo menos con Padilla, cuyo principal apoyo fue el embajador de Estados Unidos en México en esa época, George S. Messersmith, para no mencionar las compensaciones financieras que recibió Almazán para aliviar la frustración de sus pretensiones presidenciales.

También hay quienes se han referido al gabinete alternativo que formó Acción Nacional en 1989 para justificar las decisiones de Andrés Manuel López Obrador de formar un gobierno paralelo. Este es un buen ejemplo del uso abusivo de la historia. En 1989 Manuel J. Clouthier nunca propuso una Presidencia paralela, sino que fue nombrado coordinador de un gabinete cuyas funciones no eran disputar la legitimidad del gobierno constitucional -encabezado por Carlos Salinas-, sino mantenerse vigilante y atento a sus acciones. El propósito era seguir el modelo inglés del shadow cabinet, y asumir el papel de oposición leal, que es exactamente lo contrario de lo que están haciendo los lopezobradoristas, que han adoptado las estrategias de una oposición semileal como las que en otros países han contribuido al derrumbe de la democracia y al establecimiento, o a la restauración, del autoritarismo. Los lopezobradoristas han demostrado que la democracia mexicana tiene una historia desfavorable: la que construyó el régimen corporativo y clientelar del PRI, cuna de muchos de ellos, donde se formaron y donde aprendieron a callar a la oposición, como lo hicieron durante el informe de Alejandro Encinas los perredistas en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, donde a pesar de ser mayoría absoluta, o tal vez por eso, expresaron una aterradora intolerancia frente a la crítica y expulsaron del recinto a los panistas con gritos y rechiflas. En la historia priísta los lopezobradoristas también aprendieron que cuando no ganan, arrebatan. Es un consuelo recordar que la historia de un partido no es la de todos los mexicanos.

 
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