Usted está aquí: miércoles 20 de septiembre de 2006 Opinión El espejo de Hungría

Editorial

El espejo de Hungría

Más allá de orientaciones ideológicas, el recurso a la mentira como práctica regular de gobierno suele convertirse, tarde o temprano, en un factor de ingobernabilidad, desestabilización y justificada rabia popular, como se ha visto en estos días en Hungría, donde el gobierno del primer ministro Ferenc Gyurcsany ha debido enfrentar una severa revuelta tras la difusión de una plática en la que el funcionario admitía haber faltado a la verdad de manera sistemática para que su partido no perdiera las elecciones de abril pasado. Los "cientos de engaños" perpetrados ­según confesión propia­ por Gyurcsany formaron parte de un operativo de ocultamiento del estado real de la economía, duramente afectada por las medidas de ajuste estructural adoptadas por el régimen de Budapest para cumplir con las condiciones que le impuso al país la Unión Europea para aceptarlo como socio.

Los paralelismos con nuestro país están a la vista, toda vez que en dos ocasiones la sociedad mexicana ha sido víctima del engaño oficial en torno de la circunstancia real de la economía: la primera impostura fue cometida por la presidencia de Carlos Salinas, quien emprendió el desmantelamiento y el saqueo económicos que aún padecemos como parte del proyecto oligárquico de integración al bloque de América del Norte, y quien mintió sin vacilar sobre el estado de las finanzas. La crisis que sumió al país en la bancarrota a finales del salinato fue, hay que recordarlo, sin disminuir la parte que corresponde a la torpeza de Ernesto Zedillo, resultado de esa simulación criminal. El segundo gran embuste ha sido bautizado Foxilandia por el ingenio popular, y consiste en un discurso gubernamental orientado a disfrazar de crecimiento el estancamiento, de bienestar el desempleo, de estabilidad estructural a una bonanza coyuntural fundada en las altas cotizaciones petroleras.

A diferencia de Hungría, en México la mentira foxista no se ha circunscrito a la economía. No pasa día sin que el grupo en el poder se refiera a un país que "marcha", en el que hay "estabilidad", "imperio de la ley" y "armonía". El gravísimo desbarajuste electoral creado por el gobierno se reduce, en el discurso presidencial, a "una sola calle", el desgobierno en Oaxaca no se incluye en las cuentas alegres y los excesos de la inseguridad ­entidades completas que han escapado al control oficial y en el que los cárteles de la droga dictan su ley­ son descritos como casos aislados.

La mendacidad oficial se desarrolla, para mayores similitudes, en un entorno de creciente polarización y con el factor adicional de una deslegitimación de las instituciones por parte de quienes las encabezan y que las han puesto al servicio no de la nación, sino de los intereses de un grupo minoritario cohesionado por sus complicidades políticas, económicas y mediáticas. En tales circunstancias, y con el telón de fondo de sociedades agraviadas y justamente exasperadas, los recursos del poder público, incluido el de la represión, se ven severamente acotados. La violencia oficial contra los sectores que manifiestan la ira social equivaldría, en estas condiciones, a un suicidio de los poderosos. Cabe esperar que ni en Hungría ni en México se impongan las tentaciones respectivas.

En cuanto al engaño: allá se hizo público con la difusión de unas grabaciones. Aquí, una revelación semejante ni siquiera es necesaria, porque las mentiras ­las económicas y las políticas­ están a la vista.

La demanda por encubrimiento en contra de Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México, y Roger Mahony, arzobispo de Los Angeles, presentada ayer por un grupo de víctimas de abusos sexuales presuntamente perpetrados por el sacerdote mexicano Nicolás Aguilar, tanto en nuestro país como en el vecino, pone sobre la mesa la insoslayable necesidad de que la jerarquía eclesiástica católica de acá, de allá y de todo el mundo ponga fin, de una vez por todas, a la hipocresía con la que se ha conducido ante las numerosas denuncias de delitos sexuales cometidos en las filas del clero, se deslinde en forma clara e inequívoca de los sacerdotes pederastas, cese de brindarles protección y se comprometa a una revisión exhaustiva de sus torcidísimas posturas en materia de sexualidad: es vergonzoso e inaceptable que el organismo religioso humille, ofenda y discrimine, con su voz oficial, conductas legítimas y consensuales entre adultos, como la homosexualidad, las prácticas de sexo seguro y las relaciones al margen del matrimonio, y solape en su interior actos criminales contra menores indefensos.

A estas alturas, ante los miles de casos denunciados de violaciones, abusos de menores de edad y hostigamiento, la institución no puede ya pretender que se trata de una conjura promovida por "enemigos de la Iglesia" o de "venganzas personales", y ni siquiera de "casos aislados". Existen sobrados indicios de una comisión si no regular, cuando menos habitual, de estos delitos, entre los cuales resultan particularmente oprobiosos los que tienen como víctimas a niños y adolescentes, como es el caso de los que se imputan a Aguilar, contra quien pesan los testimonios de 80 niñas y niños que dijeron haber padecido abusos sexuales por parte de este religioso. De acuerdo con la querella, el cardenal mexicano, pese a estar al tanto de esos antecedentes, envió al presunto delincuente a Los Angeles, en donde éste, en el curso de nueve meses, habría abusado de otras 26 personas. La policía de la ciudad californiana documentó 19 delitos sexuales cometidos por Aguilar, quien se dio a la fuga, volvió a México y prosiguió sus agresiones. Actualmente se desconoce el paradero del religioso.

El asunto es de inocultable actualidad por los recientes sucesos en torno de la red de pederastas que operaba en Cancún bajo la coordinación de Jean Succar Kuri y en la que podrían estar implicados personajes del poder político y económico. Todo indica, por desgracia y para justificada indignación social, que personas del estilo de Succar Kuri no son propiamente escasas en las filas del clero, y que éste, ya sea por su proverbial espíritu de cuerpo o por algo peor ­una maraña de complicidades, por ejemplo­, se empeña en encubrir a sus delincuentes sexuales. Cabe preguntarse, finalmente, con qué cara condenan a los pederastas convictos.

 
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