Usted está aquí: martes 12 de septiembre de 2006 Opinión El día del cautiverio

Leonardo García Tsao

El día del cautiverio

Toronto, 11 de septiembre. Werner Herzog es un sobreviviente del llamado nuevo cine alemán de los 70 que se ha mantenido vigente gracias a documentales como El hombre oso, recién estrenado en México, pues hace tiempo que su trabajo de ficción no reviste interés. Su reciente Rescue Dawn no refuta esa postura, si bien es su realización más satisfactoria desde... ¿Fitzcarraldo? También se trata de su obra más convencional, pues es, en esencia, una aventura de supervivencia muy cercana al modo hollywoodense.

La película está basada en el caso real del piloto de combate Dieter Degler -antes examinado por el propio Herzog en su documental Little Dieter Needs to Fly-, quien participó en los bombardeos secretos de Laos en 1965, donde fue derribado y capturado por el enemigo. El piloto (Christian Bale, nuevamente raquítico) se une a otros prisioneros de guerra -otros dos gringos, entre ellos-, pero es él quien planea y ejecuta un escape. Nuevamente aparece el tema herzoguiano de un hombre blanco enfrentado a la naturaleza en forma de jungla. Sin embargo, sólo en la última parte ésta adquiere un carácter impenetrable y alucinante, como la verdadera prisión de la historia. Totalmente atípicos del director son el final triunfalista y la caracterización de los captores como enanos crueles y gritones.

Otro prisionero de otra guerra (la de los sexos) es presentado por la cineasta australiana Ana Kokkinos en The Book of Revelations (El libro de las revelaciones), en la que un bailarín -una especie de cruza entre Mick Jagger y Michael Hutchence- queda traumatizado por haber sido secuestrado por tres mujeres encapuchadas quienes lo han sometido a una variedad de abusos sexuales. La directora practica un sexismo de signo contrario. Ahora el hombre es el objeto sexual. Pero la resolución formal sigue siendo la misma, el regodeo sobre cuerpos desnudos fotografiados estéticamente en claroscuros. A pesar del título, la cinta no tiene nada de apocalíptico. Ni siquiera de sicalíptico.

Para mezclar erotismo con la noción del fin de mundo ahí está el taiwanés Tsai Ming-Liang, con Hei yan quan (No quiero dormir solo), regreso a su estilo contemplativo y lánguido tras el alocamiento momentáneo de su anterior Nubes errantes. El relato se sitúa ahora en Kuala Lumpur, donde su errante protagonista -el actor favorito de Tsai, Lee Kang-sheng- encuentra muchas ocasiones para acostarse y dormir en colchones chamagosos, en compañía de hombres y mujeres. Por supuesto, abundan el agua estancada, una atmósfera de sordidez y música diversa que acompañan los planos-secuencias fijos, algunos de inspirada belleza. También existe el peligro de que tanto letargo en pantalla se vuelva contagioso.

No es éste el medio para cubrir el lado más frívolo del Festival de Toronto, el de las estrellas hollywoodenses. Baste decir que una hora antes de la conferencia de prensa de Babel y anunciada la presencia de Brad Pitt, había un motín de reporteros, paparazzi, mirones y cazadores de autógrafos en las afueras del hotel Sutton Place. Quizá la pregunta más urgente del día era por qué no había traído consigo a Angelina y el bebé.

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