Usted está aquí: domingo 10 de septiembre de 2006 Opinión El fantasma de la otredad

Bárbara Jacobs

El fantasma de la otredad

¿Existe D.L.H.? ¿Añadiría a mi probable infracción y descrédito, o quizá más bien a su mérito, escribir el nombre de esta periodista con todas sus letras? El caso no se originó mañana sino un lunes de los pasados en los momentos en que yo apagaba mi máquina y me disponía a empacarla para volver de mi cabaña en el campo a mi casa en la ciudad a trabajar, es decir, a continuar trabajando. La aparición de un aviso de correo en la pantalla me interrumpió. No lo habría atendido si su procedencia no hubiera sido la de un popular diario del país, de los dos o tres cuya consulta se recomienda no desdeñar a quien busca informarse según una y otras políticas editoriales. Lo cierto es que al abrir el correo del que hablo me encontré con una invitación demasiado atractiva para rechazarla sin remordimientos.

Los filósofos del saber vivir recomiendan para no sumirse en el desentendimiento no dejar de vincularse con el exterior. No recuerdo las razones con que fundamentan su consejo, pero desde que lo hice mío he procurado seguirlo en toda su amplitud. De manera que en este sentido agradecí la mano tendida de D.L.H. y me dispuse a contestar mi parte de su encuesta.

De entonces a ahora han pasado muchas semanas y no me he enterado de que ella la recogiera en el periódico desde el cual la solicitó ni, por cualquier circunstancia imprevista, tampoco en ningún otro. Y, dado que por lo que hace a capacidad de trabajo efectivo soy pobre, ha llegado el momento en que debo ceder a la necesidad de retomar el tema con el que D.L.H. me estimuló a reflexionar y recoger en mi modesto espacio el desarrollo que yo le di al asunto todavía bajo la fuerza del entusiasmo.

D.L.H. preguntaba qué hacía yo con los libros que me llegaban "de amigos, jóvenes autores o admiradores" y que desde mi punto de vista eran muy malos o no tenían calidad como para ocupar los estantes de mi biblioteca. ¿Me venía a la memoria alguna experiencia bochornosa?

Aparte de agradecerle que hubiera contemplado incluir mis reflexiones en su artículo futuro, cuyo asunto le confié que formaba parte de mis propios intereses, le contesté con el corazón en la mano que me encantaba recibir libros. Es más, anoté, a medida que pasa el tiempo confirmo cada vez con mayor conocimiento de causa el viejo tópico de que "No hay libro malo". Me gusta tenerlos y sueño con acomodarlos, cosa esta última que a la fecha no he logrado del todo y que me pregunto si de hecho lograré alguna vez. ¿Es que llega uno de verdad a completar en la vida por lo menos uno de los proyectos que tiene en mente?

Lo cierto es que entre las anécdotas inconfesables que dan perspectiva a mis palabras recuerdo una lo suficientemente radical para contarla de manera fidedigna aunque, por lo que hace a las identidades y otros detalles, por supuesto que de manera un tanto disfrazada. Un día recibí un libro de una crítica francesa. A pesar de que ella era de la tercera edad, el impreso era su primero y me lo enviaba con una dedicatoria que reflejaba su comprensible orgullo. El trabajo consistía en la reunión de críticas suyas sobre las diez (¿o eran cien?) escritoras mexicanas más destacadas del momento cuyos retratos, en blanco y negro, de frente despejada y tamaño infantil, se alineaban de izquierda a derecha y de arriba abajo en la portada azul con tipografía color de rosa.

Al no ver mi cara entre las de mis colegas ni leer mi nombre ni siquiera como alusión en el nutrido índice onomástico que el tomo incluía, después de pisotear el volumen sobre la acera de la calle desgarré las tapas y todas las páginas impresas y, tras hacerlas trizas, arrojé el montón de papel en donde me pareció que pertenecía, el basurero público que encontré oportunamente en la esquina de la oficina de correos del barrio donde vivo y en donde minutos antes había recogido con ilusión el paquete.

Como al parecer mi respuesta agradó a D.L.H. al grado de haberle provocado risa, insistió en querer averiguar más. Recordando a Elio, el niño indígena al que le amputaron un pie, que lloró en la primera sesión de rehabilitación y rió en la segunda, y que explicó que, ya que llorar no detenía el dolor, se había decidido por la risa, hice saber a D.H.L. que, desde que advertí que la razón no era la respuesta más adecuada ante el caos, yo también reía.

Pero me reservo para otra ocasión contestar los interrogantes que mis nuevas respuestas despertaron en la curiosidad de la fantasmagórica periodista.

 
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