Usted está aquí: jueves 7 de septiembre de 2006 Opinión Simulación y realidad

Editorial

Simulación y realidad

El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación acreditó ayer a Felipe Calderón Hinojosa como presidente electo. El acto, que por sí mismo debiera ser muestra de fortaleza institucional y de vigencia de las leyes, exhibe en cambio, en el contexto nacional presente, la monumental descomposición de las instituciones y la ilegalidad que imperan en la República. Horas antes de la ceremonia correspondiente ­en la que hasta el beneficiado pareció estar consciente de la ausencia de motivos para el festejo­, en un bar de Uruapan un comando armado lanzó cinco cabezas humanas sobre la pista de baile del local.

Con todo y su atrocidad, el hecho dista mucho de ser una expresión aislada del vacío legal, la ausencia de instituciones y el desgobierno en que se encuentra el país después de casi seis años de ejercicio de la primera presidencia panista. En vastas regiones del territorio nacional las autoridades municipales, estatales y federales son incapaces de impedir la realización de estas acciones de barbarie, de investigarlas, esclarecerlas y sancionarlas. Y ello no se debe únicamente al poder de fuego de los criminales, sino, sobre todo, a su poder de cooptación y corrupción. Ante la proliferación de indicios sobre la connivencia entre la delincuencia organizada e instancias de poder público, el Ejecutivo federal, en vez de indagarlos, se ha dedicado a encubrirlos, como ocurrió en Morelos, donde el aún gobernador, el panista Sergio Estrada Cajigal, ha logrado eludir las acciones legales en su contra gracias, en buena medida, al respaldo que ha recibido de su correligionario, el todavía presidente Vicente Fox.

Desde luego, el colapso del estado de derecho tiene tras de sí factores mucho más amplios que la embestida de las delincuencias: cárteles del narcotráfico, bandas de secuestradores, organizaciones dedicadas al contrabando y la piratería en gran escala, así como la industria de robo de vehículos, entre otras. En Oaxaca, por factores distintos a la delincuencia, el gobierno ha desaparecido y la persistencia del título de gobernador que antecede al nombre de Ulises Ruiz es un acto más de simulación por parte del aludido y de la administración federal; en todo el territorio nacional, segmentos enteros del Ejecutivo ­las secretarías de Agricultura y de Economía, por ejemplo­ han desaparecido de la vista pública, y otras, como la Secretaría de Desarrollo Social, una vez utilizadas a fondo con propósitos electoreros, parecen encontrarse en hibernación. El manejo económico sigue cosechando éxitos virtuales y llevando a grados francamente explosivos la deuda social; las relaciones de México con el exterior sufrieron una demolición manifiesta, y sería un exceso de optimismo cifrar en ceros el saldo del foxismo en materia de política social, toda vez que se encuentra más bien en números rojos.

A la inacción, la abulia oficial y los vacíos de poder en todos los terrenos, es necesario sumar la violación sistemática de las leyes, no desde los ámbitos delictivos tradicionales, sino desde las oficinas públicas. El régimen foxista se ha erigido en violador regular de los derechos humanos ­hay que recordar los sucesos recientes de Texcoco y San Salvador Atenco, así como los duros señalamientos de la Comisión Nacional de Derechos Humanos­, ha permitido y propiciado la evasión fiscal por peces gordos de las finanzas y ha desvirtuado en forma grave el sentido de la procuración de justicia, con la conversión de la Procuraduría General de la República en fábrica de culpables y gestora de venganzas políticas o personales.

Pero el mayor agravio de las instituciones a la legalidad que debieran garantizar ­y a la población a la que supuestamente representan­ ha sido la severa adulteración operada por los poderes Ejecutivo y Judicial, y por el Instituto Federal Electoral (IFE), en los comicios presidenciales de julio pasado. En un principio, la Presidencia se empeñó a fondo ­y en abierta violación de la ley­ en el afán de bloquear las posibilidades de uno de los candidatos a la jefatura de Estado y, posteriormente, en descarada promoción del aspirante rival. El Consejo General del IFE careció de la dignidad necesaria para llamar al orden al Ejecutivo y, posteriormente, realizó manoseos impresentables en el cómputo de los resultados oficiales, con lo que enturbió la elección y destruyó la credibilidad del proceso; finalmente, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) se negó a esclarecer el sentido de la voluntad popular, abdicó de su responsabilidad en la tutela de los principios democráticos constitucionales y validó, en medio de deplorables piruetas discursivas, una elección dudosa e impugnada. Con ello, los jerarcas institucionales colocaron al país en un escenario de incertidumbre, confrontación y fractura nacional, para el cual no va a ser fácil encontrar salidas.

En este contexto y con estos antecedentes, la acreditación de Felipe Calderón como presidente electo, producto de una gigantesca anomalía, lejos de restablecer la normalidad institucional, agravará la crisis política en que los poderosos del gobierno, los negocios y los medios han sumido al país. La entrega del certificado de presidente electo por el TEPJF es, en estas circunstancias, un acto de simulación de armonía, legalidad y paz, uno más en la serie de escenificaciones genéricamente conocida como Foxilandia. Quien quiera ir más allá de ese territorio de fantasía y asomarse al México real que deja el gobierno de Vicente Fox, los cuales puede darse una idea de la realidad en las decapitaciones del narcotráfico, en el desgobierno de Oaxaca, en la inseguridad, en la miseria, en la opulencia creciente de unos cuantos, en la insondable corrupción que corroe todos los niveles de la administración pública, en el grave conflicto poselectoral que desgarra a la sociedad, en el abandono del campo, en el todavía irresuelto conflicto chiapaneco ­finalmente, no bastaron seis años para aplicar una solución que iba a tomar 15 minutos­ y en el inmenso desprestigio causado a la institución presidencial por su propio titular, quien ahora pretende heredar a Calderón Hinojosa estos saldos de la realidad, que no fueron incluidos en el Informe que, a fin de cuentas, no pudo leer ante el Congreso.

 
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