Usted está aquí: miércoles 6 de septiembre de 2006 Opinión Tribunalazo

Luis Linares Zapata

Tribunalazo

Así lo llamaban antes, el tribunalazo. El mote se lo ganaron en fiera lucha contra la inveterada costumbre de los poderosos de variado rango para trampear elecciones. Pero la magna prueba que ahora enfrentaron les ha abollado la fama y el aprecio popular. Unos, al evaluarlo, sostienen que no ha estado a la altura de su misión en la pequeña historia de la actualidad. Otros muchos dicen que se apegaron, como simples contadores de votos, a lo literal de la ley. Lo cierto es que no se les ha visto empatar sus alegatos con la magnitud del asunto, ya convertido en problema, que tuvieron entre manos.

Compuesto por siete magistrados y después de 10 años de imparcial registro, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) ha pasado a ser, según rezan los múltiples y costosos mensajes que sólo difunden y financian los ricos y famosos visibles, propiedad de la Coparmex. Al menos de esas variantes del membrete corporativo que se asientan en Chihuahua y Monterrey. Con esa actitud espotera se esparce, por todo el ámbito nacional, su inatacable verdad, el positivo mensaje de valores entrañables: confían en su tribunal pase lo que pase, decidan lo que decidan, porque es suyo y defiende su voto. Tan selecta como abrumadora certeza la estelarizan varios actores de la pantalla chica. El propósito de los cúpulos empresariales no puede ser más claro: atacan, una vez más, al odiado izquierdista que los retó. Combaten a la coalición Por el Bien de Todos en su innegociable postura de afirmarse como triunfadora de los pasados comicios. De no sujetarse al TEPJF, aun antes del dictamen final, porque lo consideran falto de visión, coaccionado, mal fundamentado. Pretenden quitarle base a los argumentos de López Obrador. Mostrarlo como lo que siempre dijeron que era: un mesiánico nada confiable, irredento negador de instituciones, rayano en la subversión.

Más todavía, todos aquellos comprometidos y hasta simples simpatizantes laterales del PAN creyeron, con firmeza clasista, que todos y cada uno de los jueces confirmarían lo que ya se había determinado. Asumieron que el tribunal recalaría en la declaratoria de validez de la elección y que Felipe de Jesús Calderón Hinojosa sería el presidente electo. Y eso fue, exacta, puntualmente, lo que se repitió durante la sesión pública de ayer martes 5 de septiembre.

Según todos y cada uno de los magistrados no hubo, en medio de las múltiples violaciones a la ley, de las trampas empleadas en la contienda, de los instrumentos espurios empleados contra la coalición Por el Bien de Todos, nada que pudiera ser considerado motivo suficiente para la anulación. El voto fue, y en efecto es, el valor supremo a defender, dijeron los jurisperitos. Y en eso hay cabal coincidencia. Pero ese no era el punto nodal a explorar. Lo era y es la incertidumbre para determinar, sin duda alguna, quién fue el real ganador de la contienda, dado el inmenso cúmulo de trampas, de campañas pagadas por la Presidencia, de la artera e ilegal intervención del Consejo Coordinador Empresarial y de varias empresas particulares, de la misma guerra sucia iniciada por el PAN. Cada uno de esos ilegales episodios bien pudieron influenciar, sin requerir demostración empírica, a los 250 mil votantes que hacen la diferencia entre Andrés Manuel y Felipe.

Pero los jueces no tomaron los alegatos de la coalición en conjunto, los examinaron uno por uno. A cada paso encontraban, según sus criterios, el antídoto que los desarmaba, que los volvía inocuos, sin efectos reales. Con frecuencia pasmosa recurrieron los jueces a la falta de certezas conductuales para sopesar, para afectar el voto de 40 millones, cuando eso no era lo crucial, sino los pocos miles de electores que pudieron resentir y hasta modificar sus simpatías basándose en las acciones de los empresarios intervencionistas, por los millones de llamadas amenazantes a los hogares, por los también millones de mensajes de computadoras oficiales (Presidencia y Función Pública) usados para inclinar la balanza por medio del miedo inducido. Los jueces negaron, casi ignoraron, el certero efecto del temor que envolvió a los electores y su innegable impacto en la migración de votantes hacia el PAN, hacia aquel candidato a quien señalaba el mismo Presidente y que los medios electrónicos difundían, diariamente, con ahínco e intensidad inusual.

A cada obstáculo para la limpieza, para la transparencia, para la equidad de la contienda que denunció la coalición, los jueces fueron encontrando un antídoto que lo invalidaba. Ya fuera la tregua navideña que apagó los arrestos de Fox y sus miles de millones de pesos empleados en publicitar sus programas sociales al parejo de un discurso donde daba la voz de alarma, la urgencia de seguir por el mismo rumbo. Fuera también suficiente excusa la tímida e inefectiva solicitud del IFE a los que intervenían de manera ilegal y abrumadora para que se apegaran a la ley (a la cual nunca obedecieron). O fuera la falta de estudios (no presentados por la coalición) que demostraran el efecto inductor de las múltiples causas delatadas.

Lo que el TEPJF hizo, en su sesión y declaratoria final, fue enumerar un rosario interminable de subterfugios para trucar una elección. Un verdadero mapa de trampas, de delitos con los que se puede ganar una elección sin ser castigado por ello. El alegato postrer del TEPJF es un enjuiciamiento del inconforme, de aquel que presentó las impugnaciones y solicitó la justicia que, en última instancia, ese tribunal le negó. Lo que sigue está marcado con enormes interrogantes. Unas, de que Felipe pueda funcionar en medio de sus ataduras. Otras, quizá mucho más trascendentes, son las que, al responderse, definirán el movimiento ya en marcha a partir de la convención democrática citada para el 16 de septiembre.

 
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