Usted está aquí: lunes 28 de agosto de 2006 Opinión Colapso de las instituciones

Editorial

Colapso de las instituciones

El requisito básico para que las instituciones de una nación sean funcionales es que dispongan de reconocimiento y credibilidad ante el conjunto de la sociedad, así como que su autoridad y sus potestades sean reconocidas por los diversos actores políticos, económicos y sociales. Hoy, en nuestro país, la institucionalidad ha perdido tales atributos indispensables. Por más que la derecha gobernante no pueda o no quiera entenderlo, los orígenes de esa pérdida anteceden con mucho al movimiento ciudadano articulado en torno de la candidatura presidencial de la coalición Por el Bien de Todos y sus escenarios son mucho más amplios que "una calle" bloqueada, como pretendió reducir el presidente Vicente Fox hace unos días. En Oaxaca las instituciones estatales se encuentran colapsadas y en Chiapas el partido que todavía ejerce el gobierno federal, además de sus aliados priístas y otros socios menores, desconocen a la autoridad electoral.

La crisis institucional no se circunscribe al ámbito político. En el terreno de la seguridad pública, las organizaciones del narcotráfico han sentado sus reales en extensas regiones del territorio nacional, con lo que la legalidad y la institucionalidad se han convertido allí en letra muerta. En materia económica, la institucionalidad en su conjunto se ha dedicado, a lo largo de los pasados seis años, a fabricar una simulación de crecimiento y desarrollo, en tanto que la autoridad fiscal se dedica a aplicar todo el rigor de la ley a los pequeños causantes cautivos y a regalarle dinero público ­que no otra cosa son los impuestos­ a los grandes capitales especulativos; el ejemplo más oprobioso y conocido, pero no el único, es la exención de impuestos concedida a Roberto Hernández en la transacción multimillonaria por medio de la cual Banamex fue vendido a Citibank. El Ejecutivo y el Legislativo se confabularon recientemente para obsequiar, en abierto atropello al orden constitucional, amplios segmentos del espectro radioeléctrico al duopolio que ejerce el control de la televisión abierta en el país. El caso más reciente de la demolición institucional que se practica desde la Presidencia de la República es la campaña de hostigamiento en curso contra la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

El país se enfrenta, hoy, a las consecuencias de un sexenio en el cual los titulares de las instituciones han sido los primeros y más contumaces destructores de la institucionalidad. El grupo gobernante ha ejercido el poder público en forma facciosa y patrimonialista, ha encubierto y permitido una corrupción tan escandalosa como siempre, ha simulado el apego a la legalidad para tapar ilegalidades manifiestas, ha fabricado cifras para encubrir el estancamiento económico; ha exhibido, en suma, una doble moral como práctica regular de gobierno y ahora pretende perpetuarse en los puestos de mando como único programa para los próximos seis años.

No es extraño que amplios sectores de la población se manifiesten ahora, no en contra de las instituciones, sino de la permanencia en ellas de quienes las han utilizado a conveniencia para beneficio propio y para perjuicio de sus adversarios políticos. Faltos ya de autoridad moral, de toda credibilidad y de todo consenso, quienes encabezan el gobierno federal ­y varios gobernantes estatales­ esgrimen ahora su propio control de dependencias e instancias de poder desvirtuadas, despojadas de su sentido nacional, social y político, sin más propósito que impedir a toda costa la pérdida de sus privilegios y la preservación de su impunidad.

Desde luego, sería improcedente, a estas alturas, esperar que el foxismo y sus aliados reconozcan el daño inconmensurable que le han causado al país con estas conductas. Es posible incluso que en el grupo gobernante no haya la voluntad o la capacidad suficientes para darse cuenta de la grave crisis institucional en la que ha colocado al país, ni para entender que el daño causado no afecta únicamente a los rivales políticos, sino al conjunto de los mexicanos.

Ante las perspectivas sombrías de la actual circunstancia, el conjunto de las fuerzas políticas y sociales ­no únicamente las que cuentan con patentes legales­ tienen el deber de actuar con prudencia, contención y tolerancia, y de iniciar a la brevedad posible una reconstrucción negociada de la institucionalidad. El otro camino es una confrontación de la que sólo puede saberse dónde comienza, pero no cómo termina, y que no le conviene a nadie.

 
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