Usted está aquí: sábado 5 de agosto de 2006 Opinión Vida y época de Michael K

J.M. Coetzee

Vida y época de Michael K

Ampliar la imagen Portada de Vida y época de Michael K., libro del Nobel J.M. Coetzee Foto: Angela Wyant/ Stone

El escritor sudafricano John Maxwell Coetzee, galardonado con el Premio Nobel de Literatura 2003, es el único autor que ha ganado el Booker Prize dos veces: una por su obra Vida y época de Michael K (1983) y la otra con Desgracia (1999). Precisamente la versión en español del primer libro, que le valió fama internacional a Coetzee, en breve comenzará a circular en librerías del país y de la cual ofrecemos a los lectores de La Jornada un adelanto, con autorización del sello editorial Mondadori

Lo primero que advirtió la comadrona en Michael K cuando lo ayudó a salir del vientre de su madre y entrar en el mundo fue su labio leporino. El labio se enroscaba como un caracol, la aleta izquierda de la nariz estaba entreabierta. Le ocultó el niño a la madre durante un instante, abrió la boca diminuta con la punta de los dedos, y dio gracias al ver el paladar completo.

A la madre le dijo:

-Debería alegrarse, traen suerte al hogar.

Pero desde el primer momento a Anna K le disgustó esa boca que no se cerraba, mostrándole un trozo de carne viva. Se estremeció al pensar lo que había crecido en ella todos esos meses. El niño no podía mamar y lloraba de hambre. Trató de alimentarlo con biberón, pero como él tampoco podía tirar de la tetina, le daba de comer con una cucharita, desesperándose cuando el niño se atragantaba, devolvía y lloraba.

-Se cerrará cuando crezca -le aseguró la comadrona.

Sin embargo, el labio no se cerró, o al menos no lo suficiente, y la nariz tampoco se corrigió.

Llevó al niño con ella al trabajo, y siguió llevándolo incluso cuando ya no era un bebé. Lo mantuvo alejado de los otros niños porque sus risitas y susurros la herían. Año tras año, Michael K, sentado en una manta, contempló a su madre encerar los suelos de otros, y aprendió a callar.

A causa de su malformación y de la lentitud de su inteligencia, sacaron a Michael del colegio tras un corto periodo de prueba, y lo entregaron a la protección de Huis Norenius en Faure, donde, a costa del Estado, pasó el resto de su infancia en compañía de otros niños desafortunados y con problemas diversos, aprendiendo a leer, escribir, contar, barrer, frotar, hacer camas, fregar platos, tejer cestas, carpintería y jardinería. A la edad de quince años abandonó Huis Norenius y entró en el departamento municipal de Parques y Jardines de Ciudad del Cabo como jardinero, nivel 3(b). Tres años más tarde abandonó Parques y Jardines y, después de una temporada en paro que pasó en la cama mirándose las manos, aceptó un trabajo de empleado nocturno en los lavabos públicos de Greenmarket Square. Un viernes en que regresaba tarde a casa, dos hombres le atacaron en un paso subterráneo, le golpearon, le robaron el reloj, el dinero y los zapatos, y le dejaron inconsciente en el suelo con un navajazo en el brazo, un dedo dislocado y dos costillas rotas. Tras este incidente, abandonó el empleo nocturno y volvió a Parques y Jardines, donde poco a poco fue mejorando de posición hasta llegar a jardinero, nivel 1.

K no tenía amigas a causa de su rostro. Estaba más cómodo solo. Los dos empleos le habían enseñado a estar solo, aunque en los lavabos se había sentido oprimido por la refulgente luz de neón que se reflejaba en los azulejos blancos y creaba una superficie sin sombras. Sus parques preferidos eran los de pinos altos y senderos oscuros de agapantos. A veces los sábados no oía la sirena al mediodía y continuaba trabajando solo hasta la noche. Se levantaba tarde los domingos por la mañana; los domingos por la tarde visitaba a su madre.

Una mañana de junio, con treinta y un años de edad, le dieron un recado mientras barría las hojas del parque De Waal. El recado, de tercera mano, era de su madre: le habían dado el alta en el hospital y quería que fuese a buscarla. K recogió las herramientras y recorrió en autobús el camino hasta el hospital Somerset, donde encontró a su madre sentada al sol en un banco frente a la entrada. Iba completamente vestida, menos los zapatos, que estaban a su lado. Al ver a su hijo comenzó a gimotear, ocultándose la cara con las manos para que los otros pacientes y las visitas no la vieran.

Hacía meses que Anna K padecía de una gran inflamación en las piernas y los brazos; después el vientre también comenzó a hincharse. Ingresó en el hospital sin poder andar y casi sin poder respirar. Pasó cinco días acostada en un pasillo entre decenas de víctimas de puñaladas, palizas y heridas de bala que la mantenían despierta con sus lamentos, desatendida por las enfermeras sin un momento libre para consolar a una anciana mientras los jóvenes a su alrededor morían de forma dramática. La reanimaron con oxígeno al ingresar, después le administraron pastillas e inyecciones para rebajar la inflamación. Sin embargo, cuando pedía una cuña pocas veces había alguien que se la llevara. No tenía bata. En una ocasión, tan-teando la pared para llegar al lavabo, un anciano con un pijama gris la paró y, entre groserías, le mostró sus partes. Las necesidades físicas se convirtieron en una fuente de tormento. Cuando las enfermeras preguntaban por las pastillas, les decía que se las había tomado, pero a menudo mentía. Después, aunque la dificultad respiratoria disminuyó, las piernas le picaban tanto que tenía que tumbarse sobre las manos para no rascarse. Ya al tercer día suplicaba que la enviaran a casa, aunque evidentemente no suplicó a la persona apropiada. Las lágrimas que derramó el sexto día eran sobre todo lágrimas de alivio por escapar de ese purgatorio.

En la recepción Michael K pidió una silla de ruedas que le denegaron. Condujo a su madre los cincuenta pasos que los separaban de la parada del autobús con el bolso y los zapatos en una mano. La cola era larga. El horario pegado al poste anunciaba un autobús cada quince minutos. Esperaron durante una hora en la que las sombras se alargaron y el viento se enfrió. Como no podía sostenerse en pie, Anna K se sentó junto a un muro con las piernas extendidas como una mendiga mientras Michael guardaba el sitio en la cola. Cuando llegó el autobús ya no había asientos libres. Michael se sujetó a una barra y abrazó a su madre para que no se cayera. Eran las cinco en punto cuando llegaron a la habitación en Sea Point.

Durante ocho años Anna K había trabajado de empleada doméstica de un fabricante de géneros de punto jubilado y su mujer, que vivían en Sea Point en un piso de cinco habitaciones con vistas al océano Atlántico. Según su contrato entraba a las nueve de la mañana y salía a las ocho de la noche, con tres horas de descanso por la tarde. Trabajaba alternadamente cinco y seis días a la semana. Tenía quince días de vacaciones pagadas y una habitación para ella en el edificio. El salario era justo, los señores eran sensatos, era difícil conseguir un trabajo, y Anna K no estaba descontenta. Pero hacía un año que había empezado a sentir mareos y opresión en el pecho cuando se inclinaba. Entonces apareció la hidropesía. Los Buhrmann la relegaron a la cocina, le redujeron la paga en un tercio y contrataron a una mujer más joven para las labores domésticas. Le permitieron quedarse en la habitación, que estaba a disposición de los Buhrmann. La hidropesía empeoró. Antes de ingresar en el hospital había pasado semanas en la cama, incapaz de trabajar. Vivía con el temor de que se acabara la caridad de los Buhrmann.

Al principio, su habitación bajo las escaleras del Cote d'Azur había estado destinada al equipo de aire acondicionado que nunca llegó a instalarse. Tenía un aviso en la puerta: una calavera y dos tibias cruzadas pintadas en rojo, y debajo las palabras PELIGRO - GEVAAR - INGOZI. No tenía luz eléctrica ni ventilación, siempre olía a humedad. Michael le abrió la puerta a su madre, encendió una vela y salió mientras ella se preparaba para acostarse. Pasó con ella esa tarde, la primera de su regreso, y todas las tardes de la semana siguiente: le calentaba la sopa en el hornillo de parafina, cuidaba de ella todo lo que podía, realizaba las tareas necesarias, y la consolaba acariciándole los brazos cuando sucumbía a una de sus crisis de llanto. Una tarde, los autobuses de Sea Point dejaron de circular, y tuvo que pasar la noche tumbado en la estera de la habitación con el abrigo puesto. Se despertó en plena noche muerto de frío. Sin poder dormir, sin poder marcharse a causa del toque de queda, permaneció sentado en la silla tiritando hasta el amanecer mientras su madre gemía y roncaba.

 
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