Usted está aquí: domingo 30 de julio de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

El Santo Niño de Atocha

Para todos los del rumbo aquella sigue siendo la banca de Rivera. El hombre la ocupó durante los últimos cuatro o cinco años. Era pepenador de cartón. A diario venía a descansar después de sus largas caminatas. Desde marzo no ha vuelto. Supongo que murió y tal vez sus restos estén en la fosa común mezclados con los de tantas otras víctimas.

Disculpe que no mencione a Rivera por su nombre, pero nunca lo supe. Cuando se lo pregunté me dijo que lo había olvidado, porque desde los 5 años, cuando su abuela lo llevó al hospicio, se convirtió simplemente en Rivera. "Rivera: aprende a barrer".

"Rivera, no seas puerco y límpiate la nariz", "Rivera, no chilles". "Rivera, no estés de preguntón". "Rivera, escribe cien veces en tu cuaderno No debo robarme el pan". "Rivera, ¿qué te estás agarrando?"

El hospicio era gobernado por una administradora implacable. Rivera jamás pronunció su nombre, pero la describía como una persona madura, de nariz ganchuda y ojos como de hielo tras los anteojos parchados. Fíjese qué curioso: con todo y que la odiaba, siempre reconoció que tenía un motivo de agradecimiento hacia ella.

II

Conforme iban creciendo, la administradora les asignaba a los niños nuevas tareas. La de mayor responsabilidad consistía en acudir a la iglesia de San Plácido, a espaldas del hospicio, para ayudar al padre Anselmo.

El día en que Rivera cumplió 7 años la administradora lo mandó a ayudar al padre Anselmo. En principio le asignó pequeñas tareas: juntar las hojas secas del jardín, barrer el atrio, surtir de agua los bebederos de las palomas. Después le encomendó labores más pesadas. Cuando el sacerdote lo notaba ya muy cansado, a punto de caer, le decía: "Ofrécele tus fatigas al Santo Niño de Atocha; a cambio él te recompensará".

Rivera creía en las palabras del sacerdote y esperaba ansioso el momento en que el Santo Niño de Atocha lo gratificara concediéndole lo que más deseaba: una ración adicional de pan. Para complacerlo, el Santo Niño de Atocha no tenía que gastar ni una sola de las monedas acumuladas en su cepillo; le bastaba mover una de sus manecitas para que de la nada surgiera un pan.

III

El tiempo pasaba y el milagro no ocurría. Harto de esperar, una tarde se le ocurrió a Rivera darle una ayudadita al Santo Niño de Atocha. Se acercó a su cepillo y tomó una moneda para comprarse un pan. El sacristán lo descubrió y lo acusó. El padre Anselmo lo abofeteó y lo obligó a devolver el dinero. Mandó llamar a la administradora y la puso al tanto de la clase de bicho que era su niñito.

Enfurecida, la mujer lo agarró de las orejas, y mientras lo zarandeaba se puso a gritarle: "¡Infeliz! Eres igual de ladrón que tus padres, por eso están donde están; con razón tu abuela quiso deshacerse de ti. Pero ni creas que volverás a mi casa. ¡Ahorita mismo te me largas!"

Cuando Rivera nos contaba ese capítulo de su vida, se deshacía en llanto. La primera vez que lo hizo creí que sus lágrimas eran de rabia contra el rigor de la administradora, pero me explicó que eran de emoción: al fin se había enterado de que, como todos los niños, era hijo de un padre y una madre, y no de unas ratas salidas de una alcantarilla -como le decía su abuela cada vez que la contrariaba.

IV

Aquella tarde la administradora interpretó el llanto de Rivera como un chantaje para conseguir su perdón. Le advirtió que ni aunque lo viera ahogado en lágrimas permitiría que regresara al hospicio un monstruo capaz de robarle su dinero al Santo Niño de Atocha. Para cualquier criatura de siete años la condena y el rechazo habrían sido algo terrible. Para Rivera no, tal vez porque pensaba que andando en las calles alguna vez, guiado por la voz de la sangre, tropezaría con sus padres.

A partir de ese momento Rivera deambuló por todas partes. Dormía en atrios, quicios, plazas, terminales; se alimentaba con los desperdicios que pepenaba en los basureros de los mercados. Con el tiempo aprendió en cuáles se encontraban las mejores verduras, pedazos de carne, frutas.

El mercado de Amantla se convirtió en su predilecto. A fuerza de ver a Rivera cada mañana, los locatarios le tuvieron lástima, después apego y al fin confianza. Durante el día le encargaban hacer mandados a cambio de pequeñas propinas, restos de guisado y un sitio donde dormir: sobre la mesa del pescadero, entre los huacales de las verduleras o junto a los costales llenos de arroz y frijoles.

Su sitio preferido para descansar era el puesto de hierbas medicinales, donde además había cedazos, piedras, colorines, herraduras para la buena suerte, patoles, manojos de pirú, chupamirtos liados con artisela brillante, piedra alumbre, pingüicas y, sobre todo, insectos que al caminar producían rumores de hojarasca. A Rivera no le daban asco ni miedo. En el hospicio se había familiarizado con todos los bichitos y con el sabor de algunos de ellos.

Rivera me contó que, como a esas horas nadie podía verlo, sacaba de la bolsa un pan dulce y, mientras comía rodeado de hojas perfumadas, procuraba imitar la expresión del Santo Niño de Atocha, que seguía en deuda con él.

V

En Amantla conoció a un cartonero: Fausto. Le propuso que lo ayudara a cambio de ir a medias en todo: chinga, cuarto y ganancias. Rivera aceptó sin imaginarse lo duro que iba a ser su trabajo, especialmente en época de lluvias, cuando el cartón húmedo pesa más y lo pagan a la mitad.

Fausto no estaba enfermo ni tenía vicios, sólo era viejo. Cada vez con más frecuencia, a media jornada se echaba sobre la carretilla repleta de cartones y, mientras Rivera iba empujándolo, se ponía a contarle de su infancia en Chetumal, llamado entonces Payo Obispo. Hablaba de que le había gustado mucho ser acólito por la belleza de las vírgenes y el aroma de las flores. Luego le describía su llegada a la ciudad de México y su vida en el callejón de San Pablo al servicio de las huilas. Recordaba sus nombres por orden alfabético y con ellos componía canciones obscenas que Rivera festejaba.

Una tarde en que iban por Tlatilco, de buenas a primeras Fausto suspendió su canción. Rivera esperó unos minutos, creyendo que su amigo intentaba recordar algo, pero al ver que seguía callado se detuvo. Al inclinarse sobre Fausto se dio cuenta de que estaba muerto.

Rivera volvió a empujar la carretilla mientras pensaba qué hacer con el cadáver. Así estuvo muchas horas, sin que nadie se fijara en su carga y sin saber por dónde andaba, hasta que por fin reconoció la iglesia de San Plácido. El portón estaba de par en par y la nave vacía. Impulsó la carretilla hacia el interior, la dejó a los pies del Santo Niño de Atocha, le recordó su antigua deuda con él y se fue tranquilo, seguro de que la imagen protegería a Fausto en su último viaje.

VI

Pienso que Fausto fue la única persona a la que Rivera quiso. A raíz de su muerte se obsesionó con la idea de buscar un sitio en donde morir. En su hora final él no tendría, como su amigo el cartonero, quien lo pusiera bajo la protección del Santo Niño de Atocha.

Ya le dije: desde marzo Rivera no ha regresado por aquí. Tal vez haya muerto. No dejó familia ni más herencia que la historia de su vida. Cuando la repetimos nos salva porque nos divierte, nos asombra, nos ayuda a olvidar nuestros problemas. Hoy me tocó a mí contarla. Mañana será usted y pasado mañana otra persona. Así se van hilando las historias.

 
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