Usted está aquí: martes 18 de julio de 2006 Opinión Tierra quemada

Teresa del Conde

Tierra quemada

Sí es más que probable que la orquestación cromática de esta pintura tamaño mural, donada por Manuel Felguérez al acervo del Museo Nacional de Antropología, haya tenido en cuenta el colorido del sitio arqueológico La Quemada, en su estado natal, siempre y cuando tengamos en cuenta que la paleta que en ella priva ha sido muy de su predilección desde etapas tempranas en la trayectoria pictórica del artista, algo que puede constatarse en la muestra Resonancias, que se presenta en ese recinto.

Al observar obras anteriores, por ejemplo, puede percibírsele en un cuadro de formato mediano que yo siempre he encontrado de gran atractivo; su título nada tiene que ver con zonas arqueológicas, sino con la película El gabinete del doctor Caligari (que por cierto es en blanco y negro, obra maestra del cine mudo).

Felguérez nunca ha sido mimético, ni en este cuadro con título fílmico lo es, salvo porque le llamó la atención el decorado expresionista del filme ideado por Robert Weine en 1919, que fue realizado con la intervención de dos pintores. Esa gama aparece asimismo en una de las piezas tempranas de la muestra, de tónica francamente expresionista, aunque sin formas representativas de 1962, como también expresionista es Coatlicue II. No representa ni pretendió representar a la diosa de falda de serpientes, pero dado el título, sí la evoca.

Nunca partidario de estridencias cromáticas, la paleta contenida en tonos casi monócromos encuentra en otra pieza, exhibida hasta donde recuerdo en la Galería López Quiroga, una gama más que él ha privilegiado: Orden suspendido, de 2004.

De Tierra quemada es posible decir que funciona como metáfora arqueológica. Un cuadro apaisado está superpuesto al soporte que le sirve de fondo y que se despliega mediante variaciones, reiterando ciertos elementos. Viendo el mural en la noche y con la iluminación propuesta por los museógrafos del Museo Nacional de Antropología, el espectador cree encontrarse con una obra en varios planos que van desprendiéndose unos de otros, como ocurre en las excavaciones, donde no es posible eliminar nada, sino que el material se conserva en todos los planos.

Pero aquí no hay tal (como sí sucede con el retablo Los mártires), no hay más que dos planos ''reales", los demás son ilusorios y están logrados mediante pensadísimos efectos de trompé l'oeil a tal grado efectuados que uno se siente tentado a tocar ciertas zonas que proyectan sombra unas en otras para encontrar que se trata de un plano y que las sombras están pintadas, como en los mejores momentos de los old masters.

Se necesita bastante conocimiento y observación de la pintura de todos los tiempos para conseguir ese efecto sin caer en la obviedad, y es lo que Felguérez logró hacer con creces en esta obra, que es visible desde la sala donde se encuentra lo que constituye propiamente la exposición Resonancias, a través de la cortina de agua circular que la fuente emite.

Tierra quemada, por tanto, luce espléndida en el sitio que se le eligió y con base en el cual el maestro Felguérez concibió el formato, teniendo en cuenta igualmente reminiscencias imaginadas, que no son menos reales que lo real, de su propia idea de estos sitios en los que antiguos pobladores dejaron rastros en los complejos de lo que ahora es Loma San Gabriel, Chalchihuites, La Quemada.

Hay sin embargo dos puntos que no resultan adecuados. El primero es el vecindazgo con el mural de Pablo O'Higgins, de 1964, fecha en la que el museo fue inaugurado. No digo que el mural sea malo (no está entre las buenas obras de O'Higgins, eso que quede claro), sino que la ambientación ahora lograda en la sala se vuelve discorde, cosa que no sucede con la presencia de los restos de tapices, artefactos, enseres o con la reproducción de la cueva pintada de Baja California, que también se encuentra ahí.

Frente a esta obra donada a las colecciones nacionales que albergan nuestro pasado antiguo, comentaba con otro artista, Miguel Angel Alamilla, si era o no acertado que el arte contemporáneo de México se insertara en ese contexto. Para él sí lo es, porque ''refresca las miradas".

Me pregunto si la historiadora y arqueóloga Marie Aretti Herz, especialista en estas culturas, pensará lo mismo. De cualquier modo es mucho más acertado que esté allí la pintura tamaño mural de Felguérez, que el mural figurativo -que pretendió ilustrar el contexto, seguro que con las mejores intenciones- de Pablo O'Higgins.

Lo que sí habría quizá de modificarse es el marco que encuadra la aportación felguereziana, porque desde mi punto de vista, compartido también con Alamilla, impide su total integración a ese ámbito, pues lo circunscribe en demasía, lo convierte en ''cuadro" sin asimilarlo al muro o mampara.

 
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