Usted está aquí: domingo 9 de julio de 2006 Política Verdades de la elección

Rolando Cordera

Verdades de la elección

Por si hiciese falta, el panorama electoral lo confirma con toda su fuerza: México ha iniciado el nuevo milenio y el segundo periodo de su democracia representativa como una nación partida, porque su sociedad está dividida. López Obrador no inventó ni fomentó esa polaridad, sino dio cuenta de ella y la convirtió en advertencia para todos, en especial para quienes han mandado en el país en el ejercicio del poder político y el reparto de la riqueza y el ingreso. De ahí la bondad política de su consigna central: por el bien de todos, primero los pobres.

Alertar e insistir en una herida como ésta es siempre impertinente, más aún cuando los grupos de la sociedad satisfecha, para recordar al memorable Galbraith, se las empezaban a arreglar para iniciar una nueva celebración de la estabilidad financiera y un ilusorio despertar al consumo de las capas medias. Y fue entonces que el irredento e inoportuno tabasqueño metió su cuchara y sostuvo: no hay porque celebrar; lo que hay que hacer es asumir la realidad cuarteada que define a México y emprender una marcha larga, sin prisa, pero sin pausa, que vaya dejando atrás tanta pobreza y se atreva a encarar el núcleo duro del cáncer social del México moderno que es su impresentable desigualdad. Nada más dijo López Obrador, pero nada menos, y fue eso lo que lo convirtió en personaje indeseable, peligroso e inadmisible para los corredores del poder, infestados por el privilegio y copados por una corrupción que la democracia recién llegada no pudo o no quiso enfrentar como debía. Más bien, muchos de sus hombres y mujeres se regodearon en ella de modo inaudito, indescriptible y desde luego repudiable.

Sólo desde un inicuo pobrediablismo se puede ahora reprochar a López Obrador que haya puesto en el centro de su discurso la cuestión social mexicana, que sigue definida por la pobreza de sus masas, y la injusticia distributiva, pero se hizo y se hará ahora con toda fuerza y a la luz del día, con desfachatez cobijada por la supuesta victoria de la derecha. Esta victoria permite, en verdad reclama, que desde el otro subsuelo, desde la mezquindad y la expectativa de gloria nunca satisfecha que alimenta la ilusión del buen burgués, se haga punta en la crítica y el repudio al discurso de redención social que el tabasqueño expuso y quiso llevar a la práctica con el ejemplo inicial de las pensiones generalizadas y los intentos de ofrecer acceso a los servicios de salud para todos. Pero así ocurre y ocurrirá en adelante porque la división clasista y hasta racista propiciada por la derecha así lo impondrá y muchos se aprestan ya, so pretexto de defender la democracia asediada por los bárbaros, a bailar al son de la voz del amo.

Las buenas familias, las buenas costumbres, el buen dinero, constituyen la combinación, en gran medida ilusoria, pero poderosa aun como mito movilizador para la defensa del privilegio, aunque se carezca del mismo, que la gran coalición de la derecha política y el gran dinero se han propuesto defender caiga quien caiga. En su irracional despropósito, esta ominosa coalición no parece dispuesta a detenerse y hacer las cuentas elementales que las propias cifras electorales, administradas para su consumo y regocijo, les ponen enfrente. Gobernar un país dividido a partir del supuesto de que se trata de una división inventada por los demagogos y el fantasma del populismo, que se puede exorcizar por decreto o porque así lo demanda quién sabe cuál principio abstracto de la ley o la democracia es, esto sí, empedrar el camino del delirio que desde el poder siempre lleva al uso ilegítimo e ilegal de la fuerza.

Sea cual fuere el resultado final de la elección que, con todo derecho, López Obrador exige sea cantado por quien debe hacerlo, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), la realidad, como el dinosaurio de Tito Monterroso, seguirá ahí y no podremos ocultarla con fervorines ni homenajes gratuitos a una institucionalidad deshilachada y corroída por la ambición incontinente de los que mandan y no quieren más impertinencias del verdadero subsuelo que mina nuestra convivencia. Esta es la verdad política y hasta jurídica de la elección y no hay buenos modales que puedan ponerla bajo la parchada alfombra de nuestra vida política.

Las siglas del Instituto Federal Electoral (IFE) resumen el principio instrumental de nuestra angosta democracia: que los votos cuenten porque han sido bien contados. En la defensa de ese principio se nos ha ido buena parte de la vida colectiva y del esfuerzo intelectual de los tiempos recientes. Hay que seguirlo haciendo, pero sin confundir sus dimensiones. La defensa del principio no implica sin más la defensa de quienes son encargados de volverlo realidad política, jurídica, administrativa. Estos son hombres y mujeres falibles y sujetos a todo tipo de presiones y exigencias, legítimas y no. Son a la vez, irremisiblemente hijos del proceso que los llevó hasta la cima de la institución y no pueden por un mero acto de voluntad desprenderse de su origen. Por esto y más, una vez cumplida su misión en esta justa electoral que queda ahora en las manos y las mentes del TEPJF, los consejeros del IFE debían ofrecernos su renuncia y el Congreso aprestarse a reformar la ley y los procedimientos que hacen posible y dan vida real, no sólo formal, al instituto. Esta es, me parece, otra verdad triste y gris, pero verdad al fin, de la elección.

 
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