Usted está aquí: viernes 7 de julio de 2006 Política La maldición de los pobres

Gustavo Iruegas

La maldición de los pobres

Después de superado el interregno, volverán a ser evidentes algunos hechos y defectos del proceso electoral y de las disposiciones que lo rigen: la propaganda comercializada y abrumadora en la televisión provocó más fastidio que interés en el público forzado a presenciarla. No solamente no había espacios en los medios de comunicación libres de la propaganda pedestre, también se recurrió a trucos arteros: los futbolistas abandonaron la ya dudosa pureza del deporte comercial y optaron por poner "la camiseta" al servicio del partido que les pagó; la más bella de las feas se convirtió en espantajo al hacer dos anuncios comerciales consecutivos: el de una tarjeta de crédito y el de un partido político; cínicamente, los empresarios anunciaron su ideología aduciendo que no era propaganda. Las encuestas, parte importante y costosa de la propaganda mediática, no prestaron ningún servicio y sí hicieron mucho daño; los aburridos debates, plagados de descalificaciones y carentes de sustancia y de rating, resultaron tan intrascendentes en la política como en el show business. Aún así, se nos dice que tuvimos un proceso ejemplar. Se abusa, claro está, de la buena fe de la ciudadanía que salió a ejercer su derecho y a cumplir su deber.

De cualquiera de las maneras en que la disputa termine, pronto será patente que el vencedor verá su gestión frustrada por la maldición de la ingobernabilidad. No la ingobernabilidad simplona de la falta de mayoría en el Congreso: la ingobernabilidad propia de las democracias implantadas en sociedades confrontadas. La democracia entre muy pobres y muy ricos.

La mexicana es una sociedad de pobres. Aún con las fórmulas gubernamentales para acotarla estadísticamente, el 60 por ciento de los mexicanos califica como pobre. Otros criterios nos llevan a 80 por ciento. El 20 por ciento restante incluye a la clase media y a las 12 docenas de ricos mexicanos. Los números de la elección no se corresponden con la condición de los mexicanos. Eliminando a los negligentes, a los desorientados y a los oportunistas hay un empate entre los candidatos de las dos corrientes políticas reales: la derecha y la izquierda. Una visión maniquea, que sólo perciba el bien y el mal (los buenos y los malos; los pobres y los ricos) conduciría a una mayoría del lado de los pobres; una visión binaria, que sólo distinga a uno del otro, explicaría el empate en una sociedad igualitaria. Ninguna de las dos perspectivas esclarece la paridad electoral mexicana que debe ser analizada a partir de la lucha de clases.

Anatematizada como está, la lucha de clases existe desde cientos, miles de años, antes de que existiera el marxismo. Y es el factor eficiente de la evolución social en el presente y lo será en el futuro. Los mexicanos pobres -obreros, campesinos, empleados e infraproletarios de la economía informal, del éxodo y de la delincuencia- están sometidos no solamente a la explotación "del burgués insaciable y cruel", sino también a los medios modernos de dominación de la conciencia social.

Se ha implantado en ellos la idea de que son libres (de emigrar), de que viven en democracia (electoral) y de que son pobres porque quieren, ya que salir de la miseria es cuestión de poner un buen changarro. Son muchos los pobres carentes de conciencia de clase, tanto en el sentido de pertenencia cuanto en el de defensa de sus intereses. Así se explica que tantos pobres teman perder su riqueza si la izquierda llega al poder y que, consecuentemente, voten por la derecha. En el lenguaje clásico se les llama enajenados. No locos, sino subordinados hasta la inconciencia. Aún así, los pobres conscientes y los enajenados terminan defendiendo sus intereses de clase cuando la opresión alcanza los niveles de asfixia a los que ya está sometido el pueblo de México.

La sociedad mexicana está muy lejos de alcanzar la situación revolucionaria, pero la izquierda organizada está más lejana aún de esa opción. El pensamiento progresista de la actualidad se orienta tímidamente a la colaboración y no a la lucha de las clases sociales. Es la social democracia que avanza en América Latina y a la que resiste la derecha mexicana. Aún así, la desesperación de la miseria no está controlada por línea de partido o por doctrina política: se expresa en estallidos de violencia popular desorientados y costosos para los que la derecha espantadiza y timorata no está preparada ni anímica ni políticamente, como lo ha demostrado en las últimas semanas. Solamente tiene la represión como respuesta.

El cinismo neoliberal ha encontrado en la transferencia de población a Estados Unidos una válvula de escape para la presión social que la pobreza causa en México. En el frenesí de sus afanes entreguistas la administración actual llegó a pensar que sus patronos del norte estarían dispuestos a regularizar a los emigrantes que estaban allá, a admitir a los que se quieren ir y a subvencionar el desarrollo de los que se quedan aquí. La soberbia respuesta incluyó un muro fronterizo resguardado por soldados. Se cerró la válvula y se canceló el escape. Esa es una de las nuevas dificultades que encontrará quien gane el regateo electoral. La presión subirá y seguirá subiendo hasta provocar los estallidos que los neoliberales no quieren ver.

La opción está en el empleo. El empleo que Felipe Calderón copió del programa de López Obrador, pero que no piensa cumplir porque su modelo económico es un modelo de explotación y no de desarrollo y porque la ideología y la mezquindad de sus parciales no lo permiten. En el empleo real y masivo y en el compromiso social está la verdadera válvula de escape que se necesita. Si se sigue apretando, los pobres empezarán a maldecir y su maldición es cruda y despiadada. Por México, con López Obrador.

 
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