Usted está aquí: viernes 7 de julio de 2006 Opinión Homenaje a Soriano

Elena Poniatowska

Homenaje a Soriano

Juan Soriano era un hombre de signos y de cicatrices. Ambos definieron su vida y son los puntales de su memoria. Signos, porque nació marcado con la estrella de los vientos; cicatrices, porque él, más que ningún otro artista, más que ningún otro mexicano, corrió riesgos. ¿Cuáles? El de oponerse al statu quo, el de vivir abierta y escandalosamente su homosexualidad, el de decir todo lo que pensaba inclusive a su gran amigo Octavio Paz. Crítico acerbo e ingenioso de los tres grandes, a quienes tachaba de horrendos, no le importó declarar una y otra vez que el movimiento muralista mexicano era una aberración.

Muy joven, rechazó ser ayudante de José Clemente Orozco, en el mural del Hospicio Cabañas y atacó a Diego Rivera a pesar del apasionamiento de Soriano por la esposa de éste, Lupe Marín, cuya espléndida belleza de sulfato de cobre lo hizo pintar sus mejores retratos.

El único con quien tuvo algún trato, aunque abominaba de su pintura, fue David Alfaro Siqueiros porque era amigo de su padre. Seguramente influyó en Juan la participación del Coronelazo en la Guerra Civil de España que a Juan lo marcó mediante su relación amorosa con Diego de Mesa, quien se refugió en México con su familia, al lado de otros ilustres españoles, como Luis Cernuda, León Felipe, Max Aub, Victoria Kent, Manuel Pedroso, Carlos Imaz, Adolfo Sánchez Vázquez y Ofelia Guilmáin, con quien montó Electra, que lo introdujeron al Siglo de Oro y finalmente María Zambrano, la de mayor influencia, la que le dijo una frase que Juan siguió al pie de la letra: ''El amor que es ansia de paraíso obliga a bajar a los infiernos".

Del infierno Juan regresó intacto, lo salvó su risa, su danza infinita, su raíz tapatía, su voz que abría las flores, su alma a la que todos podíamos asomarnos porque era diáfana y lúdica y nos hacía creer que el mundo es un cruce de caminos, una veleta al viento, un trompo girador, una cuerda de saltar a la cuerda, un amoato matarilirilirón, qué quiere usted, matarilirilirón, yo quiero un paje, mararilirilirón, ese oficio si nos gusta matarailirilirón, romperemos un pilar, nos daremos un sentón.

¿Cuáles eran sus señas de identidad? A Juan Soriano nunca le preocupó su mexicanidad, porque era mexicano desde la punta de los dedos del pie a la punta de sus tupidos cabellos de zacate bien crecido. Siempre se quedó hasta el último momento en todos los actos, los sociales y los laborales, costara lo que costara.

Todavía hace una década y con 70 años encima era el último en bajar todo cubierto de yeso de La ola, que ahora se yergue con su agua de bronce en la escalinata del Auditorio Nacional, o de la gigantesca paloma que hizo su nido en un predio de Coyoacán. ''El impulso que tengo es el mismo que tenía cuando empecé a pintar, a veces siento que tengo más fuerza ahora".

Juan Soriano nunca se cuidó y cuando lo hizo le dio risa, se ponía hasta el gorro en un antro de la colonia Gustavo A. Madero y en la madrugada lo barrían con el aserrín fuera de la cantina. Caminar al lado del precipicio fue una de las constantes de su vida hasta que llegó al lugar de su quietud, una quietud organizada por Marek Keller, quien ordenó pinceles y colores y recuperó telas que Juan había repartido entre el cielo y la tierra. Juan mismo decía con la capacidad lúdica que siempre lo caracterizo: ''Marek ha tenido un papel muy benéfico en mi vida, porque no se le rompen las sillas ni se le quema la cena".

Resulta imposible separar a Juan Soriano de sus amigos diabolizados: Lola Alvarez Bravo, Octavio Paz, Lupe Marín, Xavier Villaurrutia, Rafael Solana, Isabela Corona, Luis Barragán, Jesús Reyes Ferreira, Elena Garro.

Todos tenían el soplo trágico, todos eran unos poseídos, vivían como nadie vive porque nadie se la jugó ni estuvo dispuesto a perder como ellos. O a ganar. Inventaron su propia vida, que era su obra y supieron sacar de sí mismos su corazón y sus agallas. Vida y obra, un temerario acto de libertad, vida y obra un gran patio abierto a los cuatro vientos, vida y obra, una casa conformada por la tierra entera, vida y obra, el cielo de México y sus nubes viajeras, vida y obra, Penélope y Eurídice, Ulises y Orfeo, regreso a Grecia y regreso a Roma, hasta llegar al último viaje, el que Juan emprendió entre sueños y temblores desde su camita de hospital.

Haría cualquier cosa porque Juan Soriano estuviera todavía entre nosotros, pero como Dios no cumple antojos ni endereza jorobados, sólo puedo decirle desde aquí que al rato iremos a alcanzarlo, Sergio, Marek, Monsi, Sebastián, yo y todos los aquí presentes y que lo haremos con la misma entereza con la que él lo hizo, sin nostalgia, como un pasajero más en la nave del gran hospital de Nutrición.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.