Usted está aquí: martes 4 de julio de 2006 Opinión Francisco Moyao: geometrías

Teresa del Conde

Francisco Moyao: geometrías

Decía en mi texto anterior, dedicado a las cerámicas recientes de Francisco Toledo en el Museo de la Secretaría de Hacienda, que vale la pena visitar las exposiciones ahora presentadas como parte del Festival del Centro Histórico, porque ofrecen rubros bien definidos. Así, en la planta baja se exhibe un conjunto escueto, pero impecable en cuanto a factura, del escultor Francisco Moyao, docente en la división de posgrado de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, en el edificio de la Academia.

Las piezas mostradas, al igual que otras de más añeja autoría suya, se caracterizan por ser polícromas y estar efectuadas en madera, en planos tipo Op, que se enfatizan y simultáneamente se desdicen debido a las franjas paralelas de color que las recorren. Son tridimensionales, cuya perfección técnica obedece a una elaboración cercana al preciosismo, su acabado pulido no admite accidente alguno. El color, que es lo que mayormente las caracteriza, funciona siempre integrándose a las formas.

Podría decirse que son ''muy mexicanas" en tanto retoman gamas que provienen del mundo artesanal (tapices especialmente), pero sus despliegues espaciales obedecen a un pensado doblaje de elementos debidos al conocimiento de las posibilidades que ofrece la geometría y la trigonometría. Al respecto, Moyao continúa una línea que inició décadas atrás y quedó registrada en un libro que ahora tiene escasa circulación por estar agotado, coordinado por Jorge Alberto Manrique en el Instituto de Investigaciones Estéticas.

Me refiero a El geometrismo mexicano, que salió a la luz en 1977, un año después de que Fernando Gamboa, valiéndose de los estudios allí incluidos, que se encontraban entonces en prensa, auspiciara una muestra en el Museo de Arte Moderno. La inclusión de Moyao y la sorpresa que deparó a Gamboa, le valió al primero presentar, años después, una individual de su producción en el mismo recinto. Muchos la recordamos.

En los corredores del segundo piso del ex Arzobispado, se muestran esculturas de pequeño formato, algunas en cerámica, que permiten aquilatar algunas de las concordancias y también las diferencias, a veces radicales, con la mencionada exposición de Toledo. Pertenecen al acervo del museo de la Secretaría de Hacienda y son producto del ''pago en especie" que se verifica mediante un jurado de aceptación.

De esa selección recuerdo una pieza frontal, atractiva, de Geles Cabrera; el Volcán sonoro, de Vicente Rojo; una hormiga agigantada, de Ernesto Mallard; el bronce ''intimista", de Felguérez, y la estructura espaciada de un tetraedro, de Martín Coronel que, obedeciendo a intenciones muy distintas, ofrece cierta analogía con las piezas de grandes dimensiones de Moyao.

En la sección denominada Pago en especie hay más esculturas de pequeño o mediano formatos, entre las que destaca un corazón de mármol de Raymundo Sesma y un bellísimo vaso verde, asimétrico, de Gustavo Pérez, así como la olla jaspeada, que parece moverse, de Gerda Gruber.

No estaría mal verificar una muestra conjunta de todas estas piezas, incluyendo algunas de las de Toledo, aunque no pertenezcan a tal colección.

Llama la atención por su pertinencia, la exposición de artistas mujeres. Es un conjunto de alto nivel, que reúne a la mayor parte de las protagonistas de la segunda mitad del siglo XX mexicano, incluida Cordelia Urueta como figura muy principal, apuntalada por obras de sus congéneres de varias generaciones, tanto figurativas, por ejemplo Dulce María Núñez, quien entró con paso seguro al terreno de los neomexicanismos y de la narrativa visual en los años 80, como abstractas (Paloma Torres, Marysole Worner Báez, Marina Lascaris y Perla Krauze, con escultura); Susana Sierra, Irma Palacios, Rosario Guajardo, Tatiana Montoya, Inda Saénz, además de un primoroso pastel de Joy Laville y de espléndidos grabados de Nunik Sauret y Magali Lara.

No estoy mencionado a todas las artistas que se encuentran representadas, algunas de las piezas exhibidas (quizá las que mayormente recuerdo ahora) me eran ya conocidas, entre ellas la de Mónica Castillo. Como anotó Raquel Tibol en su libro Ser y ver, esta pieza reta al espectador. Sólo tengo una queja: la bienvenida al posible espectador de estas muestras corre por cuenta de quien atiende la taquilla. Pese a que me identifiqué como colaboradora en este periódico, la persona en cuestión me exigió una credencial (que no cargaba conmigo, aunque por supuesto la tengo), dado lo cual no me animé a solicitar listados de obra de cada una de las exposiciones, cosa que me hubiera permitido expresarme ahora con datos concretos.

El recorrido terminó con las dos piezas del mes (muestras prototípicas de su producción, perfectamente enmarcadas además) de Roberto Cortázar. Impecables academias contemporáneas.

 
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