Usted está aquí: jueves 29 de junio de 2006 Opinión Julio sin agosto

Olga Harmony

Julio sin agosto

Carmina Narro lleva ya un buen camino andado como dramaturga y directora aunque también es actriz, narradora y guionista e incluso se ha apuntado un éxito con la dirección de una ópera en el difícil Nueva York y entre nosotros su experimento de hacer teatro en un café con su trilogía Químicos para el amor en que intervinieron tres directores diferentes tuvo largas temporadas en diferentes espacios. Ahora da una vuelta de tuerca a su producción, olvida el realismo y crea un texto de umbrales, entre la vida y la muerte, el presente y el pasado, el amor y el desamor. Con Julio sin agosto indaga en el mundo masculino con la misma soltura con que autores varones exploran la feminidad, aunque su tema principal sea la paternidad y las relaciones entre padres -uno homosexual- e hijos varones y lo que puede suponer el abandono paterno aunque se haga en aras de un fin superior o bien como protección al hijo al que ya no se quiere lastimar.

En una especie de juego de ajedrez en el que el jaque es constante y no existen ganadores, los cuatro personajes muy bien delineados tienen encuentros y desencuentros al ir contando esta historia de Julio con brincos constantes en el tiempo. A través de varias escenas nos vamos enterando de la razón de que el protagonista no ejerza como médico y se haya convertido en un burócrata del Instituto Mexicano del Seguro Social, como rechazo al altruismo de ese padre también médico que lo deja para convertirse en misionero sin fe religiosa (''Lo único que le pediría a Dios es que nos pida perdón a nosotros" dice en algún momento) pero con un gran sentido de la fraternidad ante los desposeídos. Es posible que su deseo de fracaso lo lleve a dejar de lado su deseo de ser escritor y a entablar una larga y sumisa relación con un chichifo que lo explota, aunque su único amor verdadero es hacia ese hijo que lo ama y lo rechaza y que podría haber sido muy amigo del abuelo en esa mezcla de vida y muerte que la autora nos propone. Como muchos otros seres, Julio entabla un diálogo, tratando de poner las cosas en su lugar, con el padre fallecido, porque hay cosas que no se pueden encarar con los padres vivos y es necesario llegar al fondo de lo que ha sido nuestra vida.

La autora dirige su obra en un espacio diseñado por ella, que consiste en dos juegos de mesas y sillas a los extremos de un escenario central en que el público ocupa ambos lados, con una mesa fija de ajedrez, un reclinatorio al centro y una banca comodín que lo mismo lo es del parque que de alguna de las dos casas -la de Julio y la de Mario- que se significan por las mesas de los extremos o bien ese lugar intemporal de la muerte. En algún momento los espacios se contaminan, como se contaminan los tiempos que sólo se distinguen por el texto y por el trabajo actoral. Los ritmos están muy bien logrados y no evaden la violencia, aunque la final no se hace explícita, en otro logro de la dirección.

Julio es encarnado con acierto por Carlos Pascual que logra un homosexual muy digno y nunca amanerado, con cambios bruscos como es ese de su infancia en que juega con un alfil como si fuera un avioncito para reponerse y volver a ser adulto. Rodrigo Johnson excelente como ese padre incomprendido, cuyas razones sólo son entendidas por ese nieto que no lo conoce vivo, pero que lo recupera en el rejuego de vida y muerte que puede ser nostalgia. Alfredo Herrera muy bien en las diferentes etapas de Bruno, desde que aparece como un niño, luego adolescente, joven por fin. Tizoc Arroyo, brutal como ese Ramiro que se burla del amor filial y llega a lo grotesco en un momento de deliberada jotería. La escenificación se complementa con la música en vivo del saxofonista Andrés Loewe, el vestuario de Anna Terrazas y la iluminación de Arturo Nava.

En otro caso no querría omitir el montaje de Operación amén, de José Ramón Enríquez, inspirado en Darío Fo y dirigido por Jesús Ochoa como examen final de una generación del Centro Universitario de Teatro que así accede a la vida profesional. A pesar de cierta flojedad del texto, los jóvenes actores logran un muy gracioso desempeño, apoyados por la dirección de Ochoa y la escenografía de Gloria Carrasco, quien logra elementos fársicos muy interesantes con pocos elementos y el vestuario, casi de figuras del cómic de la misma, así como el maquillaje y peluquería de Pilar Boliver y Jorge Contreras que complementan lo logrado por la diseñadora.

 
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